El lunes amaneció con la rutina habitual, pero algo en el aire se sentía diferente. Caminé hacia la oficina con pasos firmes, respirando profundo y recordando todo lo que había procesado durante el fin de semana en la casa de Sol. No estaba nerviosa; estaba lista.
Al entrar al despacho, vi a Hernán ya trabajando en su escritorio. Levantó la vista y me dedicó una sonrisa cálida, nada forzada. Era un gesto pequeño, pero para mí significaba todo: una especie de acuerdo silencioso de empezar de nuevo.
—Buen lunes —dije, mientras colgaba mi cartera y me acomodaba en mi puesto.
—Buen lunes —respondió, con esa voz que ya no sonaba tensa ni distante—. ¿Cómo estuvo tu fin de semana?
—Bien… muy bien —contesté con una sonrisa—. Gracias por darme el espacio que necesitaba.
Él asintió, y pude notar un destello de alivio en sus ojos. Hacía tiempo que no lo veía tan relajado, y eso me hizo sentir que este cambio era real, no solo una ilusión momentánea.
Durante la mañana, las tareas fluyeron de manera natural. Hernán me pasó algunos informes y sugerencias con cuidado, sin la rigidez de antes, y yo, por mi parte, le devolví confianza delegando tareas que antes me habría guardado. Todo se sentía equilibrado, casi como si estuviéramos encontrando un nuevo ritmo, uno más colaborativo y respetuoso.
—Martina, ¿puedo pedirte un consejo sobre este informe? —preguntó Hernán, acercándose con una sonrisa genuina.
—Claro, vamos a revisarlo juntas —respondí, y mientras trabajábamos codo a codo, sentí que nuestra dinámica había cambiado. No había tensiones, ni competencia, solo cooperación y algo que se acercaba peligrosamente a la complicidad.
A la hora del almuerzo, coincidimos en la pequeña cocina del despacho. Nos servimos café y compartimos un par de risas sobre comentarios de compañeros, historias de la oficina, hasta bromas ligeras que antes me habrían hecho sonrojar de incomodidad. Esta vez, la risa era libre, relajada, y la sensación de estar juntos sin miedo se había instalado de manera natural.
—Sabés —dijo Hernán mientras levantaba su taza—, siento que empezamos otra etapa. No solo en el trabajo, sino… en todo.
—Sí —respondí, sonriendo—. Y me gusta que empecemos así, con calma, paso a paso.
Al volver a nuestros escritorios, sentí una especie de satisfacción silenciosa. Por primera vez en mucho tiempo, trabajar con Hernán no implicaba tensión ni recuerdos incómodos. Habíamos dado un pequeño pero crucial paso hacia algo nuevo, algo que todavía tenía un futuro incierto, pero que por primera vez se sentía posible y real.
Y mientras retomaba mis tareas, con el sonido de las teclas y el murmullo de la oficina, supe que esta nueva etapa, aunque recién comenzaba, ya tenía cimientos sólidos: respeto, paciencia y una pizca de emoción compartida.