La mañana siguiente

El sol se filtraba por las cortinas, suave, tibio, casi tímido. Había un silencio raro en el departamento, de esos que no incomodan, sino que abrazan.

Martina dormía acurrucada contra mí, con una mano sobre mi pecho y una sonrisa apenas dibujada en los labios. Su pelo olía a jazmín y a algo que ya sentía mío. No sé cuánto tiempo me quedé mirándola, solo sé que por primera vez en años me desperté sin esa sensación de vacío.

—¿Qué hora es? —murmuró sin abrir los ojos.

—Temprano —respondí, acariciándole el pelo—. Podemos llegar tarde por una vez.

Ella se rió bajito.
—No podemos, Herni. Yo soy la jefa, vos sos el empleado… y ya bastante va a dar que hablar esto.

—Que hablen —dije, medio en broma, medio en serio—. Que digan lo que quieran.

Abrió los ojos y me miró con esa mezcla de ternura y firmeza tan suya.
—Prometiste hacer las cosas bien —me recordó, sonriendo.

—Y las voy a hacer. Pero eso no incluye no desayunar con vos —dije, dándole un beso corto, de esos que se estiran entre risas y migas de tostadas.

Mientras ella se levantaba, envuelta en mi camisa, me quedé unos segundos apoyado en la puerta del dormitorio, mirándola moverse entre la cocina y la mesa. No podía creer que esa mujer, con su vestido rojo tirado en el suelo y el corazón en la mano, me hubiera elegido.

—¿Café con leche o solo? —preguntó.

—Con leche, como vos.

—Qué tonto sos —dijo entre risas.

—Y vos, hermosa —le respondí.

El silencio volvió, pero era distinto ahora. Tenía el sonido de dos cucharitas chocando en las tazas y el pulso de algo que recién empezaba.

Cuando salimos juntos del edificio, la brisa de la mañana nos devolvió a la realidad. Ella se detuvo un segundo antes de llegar al auto.
—¿Vamos juntos o me seguís? —preguntó.

Me quedé pensando, mirándola.
—Te sigo —dije al final—. Pero que sepas que ya no pienso seguirte de lejos nunca más.

Martina sonrió, bajó la mirada con timidez, y en ese instante entendí que la verdadera historia recién estaba empezando.