Martina
El día en la agencia había sido eterno.
Entre reuniones, presentaciones y el murmullo constante de los teclados, solo quería que el reloj marcara la hora de salida para poder verlo sin tener que fingir distancia.
Cuando por fin bajamos juntos al estacionamiento, Hernán me abrió la puerta del auto con esa sonrisa que me desarma siempre.
—¿Te llevo a casa, jefa? —bromeó, y yo rodé los ojos.
—Solo si prometés no llamarme así después de las ocho.
Él rió, y ese sonido bastó para borrar todo el estrés del día.
En casa, apenas crucé la puerta, me saqué los zapatos y lo miré con una idea en la cabeza.
—Tengo una propuesta —dije, apoyándome contra la mesada de la cocina.
—Suena peligroso —contestó, acercándose, con esas manos que siempre parecen buscarme sin pedir permiso.
—Nada de elegante, nada de reservas ni ropa cara. Quiero que tengamos una cita… pero de las simples. Vos y yo, siendo nosotros. —sonreí.
—¿Qué tenés en mente? —preguntó curioso.
—La costanera —respondí—. Los camioncitos esos de comida… los que están frente al río. Vamos, comemos algo rico, caminamos un rato… sin pensar en el trabajo, ni en el mundo.
Él me miró unos segundos, y esa ternura en sus ojos me aflojó todo.
—¿Sabés que te amo más cuando decís cosas así? —dijo, tomándome del mentón y rozando mis labios con los suyos.
—Lo sé —susurré—. Pero igual repetilo.
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La brisa de la costanera tenía ese olor a río y a fritura que solo se siente en Buenos Aires. Caminábamos entre los camiones de comida, riéndonos de todo: de la música que sonaba en los parlantes, de los perros que pasaban con buzos puestos, de nosotros mismos.
Pedimos hamburguesas y papas, y nos sentamos en un banquito de madera. Hernán, con su cuerpo grande y fuerte, se acomodó atrás mío, rodeándome con los brazos mientras yo comía tranquila.
—Esto es mejor que cualquier restaurante caro —dijo, apoyando la barbilla en mi hombro.
—Viste que a veces la felicidad está en lo simple —respondí, entre risas.
Me giré apenas para mirarlo, y ahí estaba: ese hombre que me hacía sentir segura, deseada, viva.
Él me besó despacio, sin apuro, como si no existiera nadie más alrededor.
—¿Sabés qué quiero? —preguntó en voz baja, sin soltarme.
—¿Qué? —murmuré, todavía con la sonrisa en los labios.
—Que esto dure. Que no sea solo una etapa. Que cuando pasen los años, sigamos teniendo noches así.
Le acaricié la cara, con los dedos jugando en su barba de dos días.
—Entonces no lo arruinemos con miedo —le dije—. Solo vivámoslo.
Caminamos de la mano un rato largo, en silencio. El río reflejaba las luces de la ciudad y el murmullo del agua se mezclaba con nuestras risas.
Él me abrazó desde atrás, pegando su cuerpo al mío.
—Marti… —susurró, con esa voz grave que me derrite—. Sos mi lugar favorito del mundo.
Y en ese momento lo supe: no necesitábamos un restaurante caro, ni un plan perfecto.
Solo bastaba eso.
Él, yo, el río y la certeza de que el amor, cuando es real, se siente en lo simple. 🌙💛
Continuará....