El sol de mediodía caía justo sobre el patio de mis viejos y el humo del asado dibujaba una nube de felicidad mezclada con olor a chorizo.
Era el clásico domingo pergaminense: mesa larga, primos gritando, sillas desparejas, y una abuela que supervisaba TODO aunque no cocinara nada.
Paula daba vueltas por la parrilla como si fuera un show en vivo.
—¡Rodri, no pinches la carne, que se va el jugo! —le gritó.
—Sí, jefa, como digas —respondió él, con una birra en la mano.
Yo estaba al costado, cebando mates y viendo cómo Martina hablaba con mi abuela, que la miraba con una ternura especial.
—Sos igualita a cuando jugabas en la vereda con Hernancito —decía la abuela, emocionada.
—Ay, abuela, no me digas eso que me hacés sentir vieja —respondió Martina entre risas.
—Vieja no, querida. Enamorada. Y eso rejuvenece —sentenció la abuela, con sabiduría de telenovela.
Paula chifló desde la parrilla.
—¡Brindemos por la abuela filósofa!
Todos rieron.
Martina me miró desde la mesa y me lanzó una sonrisa de esas que, incluso con veinte personas hablando alrededor, me dejan en silencio por dentro.
Cuando nos sentamos a comer, empezó el festival de chismes y recuerdos.
El tío Ernesto contó (otra vez) cómo Hernán rompió el parabrisas con una pelota en el ‘98.
—Y después vino a pedirme plata para el vidrio. Un caradura —dijo, entre carcajadas.
—Tenía once años, tío, ¡once! —me defendí.
—Y ya negociabas como un político —remató Paula.
—Hablando de recuerdos —interrumpió la prima Luli, que tenía cero filtro—, ¿es verdad que ustedes dos se daban piquitos en la primaria?
Martina casi se atraganta con la ensalada.
—¡¿Qué?! No, eso fue un accidente.
—Sí, claro, un accidente de tres segundos —dijo Paula, con cara de mandona divertida.
Toda la mesa explotó en risas.
Yo traté de mantener la compostura, pero terminé riendo también.
—Bueno, algo de química había desde chicos, parece —dijo Rodrigo, sirviendo más vino.
Abuela Nilda levantó la copa.
—Brindo por eso. Por los que se encuentran, se separan y se vuelven a encontrar.
Martina le tomó la mano, emocionada.
—Gracias, Nilda. Por recibirnos siempre así.
—Por favor, mi amor. Si hasta Isa me contó que se casan pronto —soltó la abuela, y de pronto todos quedaron en silencio.
—¿Qué? —dijimos los dos al mismo tiempo.
Paula miró a su hija.
—Isabella… ¿qué dijiste?
—Que tío Herni le dijo a tía Marti “yo te voy a hacer feliz para siempre” y que eso suena a casamiento —dijo la nena con la lógica más pura del mundo.
Martina me miró, colorada.
—¿En serio le dijiste eso?
—Bueno, algo así… —respondí, rascándome la nuca, riendo nervioso.
Paula se levantó con su copa.
—¡Listo! Brindis oficial por el futuro casamiento.
—¡No estamos comprometidos! —gritó Martina, muerta de risa.
—Todavía —acotó mi abuela, con una sonrisa cómplice.
Y ahí se armó el coro:
—“¡Que se besen, que se besen!” —gritaban los primos.
Martina me miró, resignada pero feliz.
—Si no lo hacemos, no nos dejan comer el postre.
—Bueno, entonces… —dije, tomándola de la cara y dándole un beso dulce, despacito, de esos que parecen durar todo un domingo.
La mesa entera aplaudió. Isabella saltaba aplaudiendo también.
Paula gritó:
—¡Al fin, después de veinte años!
Entre risas, abrazos y el sonido de las copas chocando, me di cuenta de algo:
no era solo Pergamino, ni la nostalgia, ni la carne al asador.
Era nosotros.
El amor ese que crece entre el ruido, las bromas y las sobremesas infinitas.
El amor que se siente como volver a casa.