Todavía me dolía la panza de tanto reírme.
El domingo había sido un caos hermoso: la abuela Nilda emocionada, Paula exagerando cada anécdota, Isabella coronando el “¡que se besen!” como si fuera animadora profesional.
Pero entre tanto ruido, hubo una frase que me quedó rebotando en la cabeza desde el almuerzo:
> “Tío Herni le dijo a tía Marti que la va a hacer feliz para siempre”.
No sé si fue la inocencia de Isa o las caras que se miraron después, pero ese “para siempre” me atravesó.
Y ahora, de vuelta en Buenos Aires, mientras el viento de la noche movía las lucecitas del patio que compartimos con Hernán, no podía dejar de pensar en eso.
Él estaba al lado mío, tirado en una reposera, con el vaso de vino en la mano y la remera medio arrugada. Tenía ese aire relajado que me desarma.
Yo miraba el cielo, intentando disimular que tenía un nudo en el pecho.
—¿En qué estás pensando, Marti? —preguntó, sin abrir los ojos.
—En nada… —mentí, torpe.
—Dale, te conozco. Cuando decís “en nada” es porque estás maquinando mil cosas —respondió, sonriendo apenas.
Solté una risa chiquita.
—Es culpa de tu sobrina.
—¿Isabella? ¿Qué hizo ahora?
—Dijo que nos vamos a casar.
—Bueno… no dijo ninguna locura —contestó él, con total tranquilidad.
Giré hacia él, sorprendida.
—¿Así, tan fácil? ¿Lo decís como si habláramos de pedir una pizza?
—Y… con vos todo me sale fácil.
Me quedé callada un momento.
El viento movía las cortinas del ventanal y las luces colgantes hacían sombras en su cara. Era una de esas escenas que parecen sacadas de una peli, pero con olor a ropa limpia y vino barato.
—¿Qué querés para tu futuro, Herni? —le pregunté, bajito.
—¿Mi futuro? —repitió, pensativo—. No sé si lo tengo tan armado como vos pensás.
—¿No? —dije, curiosa.
—No. Pero sé que lo quiero tranquilo. Que tenga domingos de asado, martes de risas, y viernes con vos.
—¿Y el resto de la semana?
—El resto, improvisamos —sonrió—. Lo importante es que estés ahí.
No pude evitar reírme.
—Sos un cursi, ¿sabías?
—Culpable —dijo, levantando el vaso.
Hubo un silencio cómodo. Esos que no pesan, que te arropan.
Yo apoyé la cabeza en su hombro y respiré hondo.
—¿Y si un día no te parece tan fácil? —pregunté, apenas audible.
—Entonces me quedo igual. Porque lo bueno nunca es fácil, Marti.
Sentí que el corazón me daba un vuelco.
Él se giró despacito, me acarició la mejilla y me besó. De esos besos lentos, sin apuro, que dicen más que cualquier promesa.
Cuando nos separamos, me quedé con una sonrisa tonta.
—Isa tenía razón, ¿sabés?
—¿Sobre qué?
—Sobre el “para siempre”.
Él se rió bajito y me abrazó más fuerte.
—Entonces habrá que darle la razón.
Y ahí, entre el viento tibio, las luces del patio y su mano entrelazada con la mía, entendí que el “para siempre” no necesitaba anillos ni grandes discursos.
Solo dos personas que eligen seguir eligiéndose.