Martina
Me desperté sin saber qué hora era, pero con una claridad absoluta:
estaba feliz. Ridículamente feliz.
Hernán dormía a mi lado, boca abajo, medio abrazando la almohada, el pelo despeinado y la espalda marcada por mis uñas. Sí, bueno… cosas que pasan.
Apoyé mi cabeza en su brazo, todavía con esa sensación de la noche anterior latiéndome en la piel.
—Buen día, amor —murmuró sin abrir los ojos.
—¿Cómo sabés que me desperté? —susurré.
—Porque sentí tu sonrisa.
Yo no sé cómo hace. Pero lo hace.
Nos quedamos un rato así, enredados, besándonos lento, como si el mundo no existiera… hasta que:
—¡BUEN DÍA TORTOLITOOOOOS!
La voz de Sol atravesó la puerta como un misil.
Me congelé.
Hernán se incorporó de un salto.
—¡NO ABRAS! —le dije susurrando fuerte.
Demasiado tarde.
Sol abrió la puerta como si el cuarto fuera suyo.
—¿Cómo durm…?
Se quedó petrificada.
Miró la cama.
Nos miró a nosotros.
Miró el desorden.
Miró mis piernas al aire.
Miró la marca roja en el hombro de Hernán.
Y sonrió.
Sonrió con todos los dientes.
—Bueno, bueno, bueno… —dijo, cruzándose de brazos—. La isla hace milagros, eh.
—¡Sol! —protesté tapándome como si me hubiera encontrado en pleno documental de Animal Planet.
—¿Qué? ¡Yo no juzgo! —levantó las manos—. Pero al menos avisen si van a celebrar el infinito a lo loco. ¿Quién limpia el cuarto después, yo?
Hernán se reía con la cara escondida en la almohada.
Traidor.
—Sol, por favor, salí —le pedí entre risas y vergüenza.
—Esperá, esperá —dijo, sacando el celular—. ¡Una fotito!
—¡NO! —gritamos los dos al mismo tiempo.
Ella explotó de risa.
—Bueno, bueno, ya me voy… pero ay… —nos señaló con un dedo—. Hay energía de “después de una gran noche” acá, ¿eh?
Me hundí en las sábanas.
Cuando finalmente cerró la puerta, escuchamos sus pasos alejándose y su voz gritando:
—¡LES PREPARO MEDIALUNAS PARA RECUPERAR ELECTROLITOS, AMORES!
Hernán apoyó la frente en mi hombro y se largó a reír sin parar.
—¿Te das cuenta…? —dijo entre carcajadas—. No nos va a dejar vivir.
—La odio —respondí.
—No, no la odiás… —me corrigió—. La adorás. Y lo sabés.
Me reí también, porque sí, lo sabía.
Nos vestimos como pudimos (yo cada dos minutos mirando que Sol no volviera a irrumpir como un SWAT emocional), y bajamos al comedor.
Sol estaba ahí, obvio, esperándonos con medialunas, tostadas, jugo, y una sonrisa que daba miedo.
—Buen día, mis seres iluminados —saludó.
—Sol… —empecé.
—No digas nada —me frenó ella—. Que sepas que me emociona verlos así.
Después se inclinó hacia Hernán.
—Y vos, grandote…
—¿Qué? —preguntó él, desconfiado.
Sol le dio una palmadita en el pecho.
—Te felicito. Muy bien. Muy sólido el trabajo.
—¡¡SOL!! —grité horrorizada.
Ella levantó su taza como brindando.
—Aguante el amor, che.
Nos sentamos, entre risas, vergüenza y esa sensación de estar donde teníamos que estar.
Hernán me buscó la mano debajo de la mesa.
La apretó suave.
Sol nos miró y suspiró como si fuera la madrina de la telenovela.
Y yo pensé…
Si este es el día después,
no quiero que nada de esto termine jamás.