Martina
La mesa estaba servida preciosa. Hernán se re lució.
Mi papá dio una vuelta con la vista, aprobando todo como padre orgulloso al que le gusta saber que la hija no come fideos con manteca todos los días (solo algunos).
Nos sentamos.
—Bueno… —comenzó Ernesto—. Yo quiero decir algo.
Hernán tragó saliva. Yo también.
—Me alegra verlos juntos. Mucho. —Nos miró a ambos—. Ustedes dos… desde chicos se buscaban sin darse cuenta.
Me mordí el labio, emocionada.
Hernán tomó mi mano por debajo de la mesa.
—Gracias, Ernesto —dijo él—. Para mí Martina es… todo.
Mi papá sonrió.
—Cuidala. Pero también dejala que te cuide —dijo, señalando con el tenedor—. Mi hija tiene carácter… pero también un corazón enorme. Si se enamoró de vos, es porque lo valés.
Hernán asintió con una seriedad que me dio un calor hermoso en el pecho.
—Le juro, don Ernesto, que yo con Martina no estoy para juegos.
—Eso ya lo sé —respondió él.
La tensión linda se disipó y el ambiente se volvió cálido, casi festivo...
Mi papá tomó un sorbo de vino y suspiró.
—El amor no es solo besos y viajes, chicos. Es paciencia… y elegir al otro incluso cuando te rompe un poco los cocos.
—Papá… —dije entre risas.
—¿O miento? —alzó las cejas.
—No —reí.
Él siguió:
—Si pelean… hablen. Si dudan… pregunten. Si sienten miedo… díganlo. Porque una pareja no es perfecta. Se construye.
Hernán escuchaba como si estuviera recibiendo un diploma.
De la nada, en plena charla tranquila, Hernán suelta:
—Ernesto… ¿y usted? ¿Tiene pareja?
Casi escupo el vino.
Mi papá soltó una carcajada profunda.
—¡Yo! ¡Pareja! ¡Ja! No, querido. Estoy más solo que el 9 de Independiente.
—Papá… —volví a reír.
—¿Y por qué está solo? —preguntó Hernán, genuino.
—Porque prefiero eso. —Mi papá se acomodó en la silla—. Tu mamá y yo… funcionamos un tiempo. Después no. Pero nos queremos. Y nos respetamos. Mucho.
Y la verdad… ninguno de los dos encontró algo que nos hiciera cambiar de idea.
—¿Están los dos solteros? —preguntó Hernán, sorprendido.
Me reí bajito.
—Sí. Los dos. Mamá y papá no se ven desde hace mil años como pareja, pero…
—Pero tienen un pacto —interrumpió mi papá, divertido—. Si los dos llegamos a los 60 sin pareja… volvemos.
Hernán abrió los ojos como dos huevos fritos.
—¿En serio? —dijo, tentado.
—¡Sí! —dije yo—. Un pacto estilo novela de los 90.
—Es que somos medio dramáticos —dijo mi papá, orgulloso—. Vos viste… la genética viene pesada.
Los tres explotamos de risa.
Terminamos comiendo postre y hablando de cosas de la infancia, anécdotas de Pergamino, mis vergüenzas, las de Hernán…
Y todo se sintió tan familiar, tan cálido, tan nuestro.
Antes de irse, mi papá se acercó a Hernán, lo abrazó fuerte y le dijo al oído:
—Mi hija está feliz. Hace rato no la veía así. Gracias.
Hernán lo abrazó de vuelta, con los ojos brillosos.
Cuando papá se fue, cerré la puerta, apoyé la espalda en ella y lo miré.
Hernán me sonrió.
—¿Estás bien?
—Sí… —me acerqué, abrazándolo del cuello—. Hoy… hoy me sentí en casa.
Él me abrazó fuerte, como si fuera lo más natural del mundo.
Y por primera vez, sentí futuro.
---