Veigar, El Amo Del Mal

Relato II: Hullheredar

La mente del yordle funcionaba a toda velocidad; tras salir de la ciudadela subterranea intento a toda costa apartar a un lado los horrores de la última hora y la horrible experiencia que había tenido en el templo, con el fin de trazar un plan. Tenía que introducirse a un campamento noxiano que se apostaba en las afueras y averiguar dónde guardaban el Sombrero Mortifero de Rabbadon. Estaba seguro de que el único que sabía dónde se encontraba la reliquia era el propio Hullheredar, el comandante hechicero en jefe de aquella legión de magos. Entrar en el campamento a plena luz del día sin ser detectado era casi imposible. Tendría que encontrar un sitio en el que permanecer oculto hasta la noche y meterse en la tienda del hechicero cuando se presentara la oportunidad.

Pero antes debía resolver el problema de la turba que le seguía el rastro.

Veigar miró por encima del hombro. Ninguno de los Noxianos había llegado aun recordaba del camino, y justo delante tenía otra curva que podia disponer para despistar, aunque sea un segundo a la escuadra que lo perseguía.

Veigar envainó la daga que tenia anudada en el cuerpo y se internó en la maleza del lado del camino más cercano al campamento de los señores hechiceros. Se mantuvo agachado y se movió con tanta rapidez y sigilo como pudo. En efecto, al cabo de poco rato, oyó aullidos cerca, y luego el estruendo de más de un centenar de pies descalzos cuando los hechiceros pasaron ante él por el camino de los cráneos. Si tenía suerte, continuarían corriendo durante un buen rato antes de darse cuenta de que habían perdido el rastro del yordle. Para entonces, esperaba hallarse en las profundidades del bosque.

Estaba empezando a felicitarse por la táctica cuando rodeó a la carrera un afloramiento vertical de roca y se lanzó de cabeza contra una de los hechiceros que avanzaba en dirección contraria.

El Yordle y el hechicero cayeron en un enredo tumultoso.

Veigar no sabía si el hechicero formaba o no parte del destacamento que había estado siguiéndolo. Desenfundó la daga y la clavó en el pecho del hechicero antes de que este pudiera reaccionar, usar su energía oscura en esta ocasión seria un desperdicio. Veigar recibió el impacto en el hombro y volvió a clavar el cuchillo una y otra vez en el pecho y el cuello del hechicero. Momentos después, el hombre quedó laxo, pero Veigar ya oía gritos procedentes del camino.

Se incorporó y echó a correr con un brazo ante el rostro para protegerse todo lo posible de las zarzas. Oía alaridos y aullidos detrás, y una vez más quedó asombrado ante la soltura con que los legionarios podían moverse a través del denso sotobosque. Continuó corriendo otros cincuenta metros, y luego frenó y caminó con lentitud, muy agachado y en busca de un tronco caído o una depresión del suelo donde esconderse. Momentos más tarde encontró la concavidad que buscaba, parcialmente cubierta por espesas plantas rastreras de color verde, y se tendió de espaldas bajo ellas mientras intentaba controlar la respiración.

Al cabo de pocos minutos se vio rodeado por sonidos de persecución. Hechiceros que lo buscaban por el bosque entre gruñidos y refunfuños pasaron corriendo por ambos lados. Veigar permaneció tan inmóvil como pudo, con la ensangrentada daga aún aferrada contra el pecho. Los sonidos se alejaron rápidamente hacia el noroeste, y luego oyó que otro hechicero se acercaba al trote, en línea recta hacia su escondite.

No tenía sentido moverse. El hombre tropezaría con él o pasaría de largo. Se quedó tumbado de espaldas y escuchó con atención.

Más cerca…, más cerca. El hechicero ya tenía que haber visto las plantas rastreras. ¿Se desviaría? Más cerca aún. No cambiaba de dirección. Unas patas y una tunica de hechicero atravesaron el espeso lecho de plantas. Con un movimiento repentino, el yordle se sentó, y con una fuerza que aun era imposible para el, aferró al hombre y lo hizo caer sobre la punta de la daga. La hoja perforó la garganta del hechicero la atravesó y le cercenó el espinazo. El hechicero cayó pesadamente sobre Veigar, sufrió un espasmo y murió sin hacer ruido alguno.

El yordle permaneció tendido con el hechicero encima, mientras la cálida sangre le manaba sobre el pecho y se le encharcaba en la depresión del cuello. Hasta donde Veigar podía determinar, el voluminoso hechicero le cubría las partes del cuerpo que no quedaban ocultas por las plantas rastreras. Una vez controlada la respiración, Veigar apoyó la cabeza contra el frío suelo y se dispuso a aguardar la caída de la noche. Momentos después, se quedó dormido.

…….

Despertó con un sobresalto; su respiración se condensaba en el frío aire nocturno. El hechicero que habia asesinado se había puesto rígido, y la sangre seca crepitó débilmente cuando el yordle se movió. Con lentitud y cuidado, apartó el cadáver del guerrero y se sentó, al mismo tiempo que hacía una mueca debido a lo entumecido que tenía el cuerpo. El yordle recorrió el bosque con los ojos, y por un momento, su exhausta mente no supo dónde estaba ni cómo había llegado allí. Pero luego, cuando el palpitante dolor de las heridas penetró en su conciencia y percibió una sensación de vacío en el pecho, y recordó.

Cansado, se puso de pie e intentó orientarse. Desde lejos le llegaban los sonidos de la legión de hechiceros y el crepitar de las hogueras.

«El ruido parece el de una reunión verdaderamente solemne —pensó Veigar con una sonrisa despiadada—. Saborea los amargos frutos de tu victoria, Hullheredar, tu el hechicero que intento jugar conmigo, fuiste tu quien después de Mordekaiser, intento con poco esfuerzo quitarme la cordura, que ironico que tenga que ser yo quien te lo arrebate todo. Nunca deberías haber intentado oponer tu voluntad a la mía. En nombre de la tierra perdida de Bandle, te haré pagar.»

No había modo de saberlo con certeza, pero parecía que al menos la mitad de los supervivientes habían regresado al campamento. Si Hullheredar seguía el mismo ritual que el cabron de Erenlish, estaría junto al fuego, bebiendo y comiendo con el resto de la manada casi hasta el amanecer.




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