Veigar, El Amo Del Mal

Relato: Parte IV -- el sombrero mortifero de Rabbadon.

Tras haberse ocultado en el Santa Sanctorum de Hullheredar, Veigar había logrado ver a dos sacerdotes escondidos justo al otro lado de la entrada de la cueva; le lanzo un conjuro en el pecho a uno que murió entre una explosión vidriosa, mientras el otro pasaba corriendo junto a él y bajaba la ladera, gritando horrorizado. Más formaciones de cristal iluminaban un resplandor verdoso la pequeña cámara toscamente labrada. Dispersos por la estancia, había pequeños altares dedicados a numerosos dioses con cabeza de bestia, deidades menores, tal vez, a las que adoraba la legión de hechiceros, además de a los terribles Poderes Malignos que gobernaban aquella región.

En realidad, el espacio no era tanto una cámara propiamente dicha como una protuberancia de extraordinario tamaño en un pasadizo toscamente tallado que se adentraba en la montaña. Alerta ante cualquier señal de peligro, Veigar continuó adelante.
El pasadizo recorría otros cincuenta metros en línea más o menos recta. Cuanto más avanzaba Veigar, más aumentaba la cantidad de huesos viejos que veía tirados, muchos partidos para extraer el tuétano del interior y el olor a carne podrida.

«Un guardián —pensó Veigar con amargura—. Pero ¿qué clase de guardián?, ¿y dónde se oculta? Más importante aún, ¿percibe mi presencia?»

Justo delante, el yordle vio más luz purpura. El pasadizo parecía acabar en otra cámara pequeña, ésta iluminada por un cristal resplandeciente que había sido colocado dentro de un brasero de hierro, en lugar de descansar directamente sobre el suelo. En la pálida luz, Veigar vio un estante de piedra natural en la pared opuesta de la cámara. Sobre él había un sombrero de brujo hecho y decorado con hierro y una tela que parecía la piel de un ser antiguo, el sombrero tenia ojos, y aquellos ojos parecían estar abiertos y atentos a todo lo que se movía.

«¡Sí…, ése es! ¡El Sombrero Mortifero de Rabbadon! ¡Cógelo!», le instó Kairos.

Pero Veigar estaba mucho más interesado en el hedor a carne podrida que flotaba en el aire de la pequeña cámara. Avanzó lenta y silenciosamente hasta el umbral y observó la estancia sin prisas. El yordle no vio movimiento alguno ni oyó ningún sonido.

«Es extraño —pensó—. ¿De dónde procede el olor?»
Y luego vio el cuerpo del venado que yacía como una masa deforme sobre el suelo, cerca del propio sombrero. Tenía el lomo y el cuello partidos, lo que hacía que el cuerpo se doblara en ángulos opuestos el uno al otro. Una de las magníficas astas había sido cortada y descansaba en el suelo, cerca del cuerpo. Le habían arrancado las dos patas delanteras, y el cadáver yacía sobre un negro charco de sangre putrefacta. Veigar calculó que hacía una semana o más que estaba dentro de la cueva.

«Tal vez es una víctima de sacrificio —pensó—, aunque los huesos de tuétano de ahí atrás no se partieron solos.»

El yordle volvió a observar la estancia. No se movía nada en las sombras. ¿Tal vez había habido un guardián, pero había muerto en una de las batallas? La idea resultaba probable, en especial dado que la cámara parecía completamente desierta.

«No hay tiempo que perder —pensó Veigar con decisión—. Sé por experiencia que Hullheredar llegará aquí de un momento a otro, y no me hace gracia encontrarme atrapado en un túnel sin salida.»
Veigar atravesó la pequeña cueva, al tiempo que extendía un brazo hacia el sombrero, las cuencas oculares lo miraron y no parecían sentirse ofuscados por su toque, más bien parecía que el sombrero daba por recibida su llegada. Cuando estaba a medio camino, algo enorme y peludo le saltó sobre la espalda y lo lanzó cuan largo era contra el suelo de roca. Un garrote nudoso se le estrelló en medio de la espalda y lo dejó sin aliento. Recibió otro fuerte golpe en las costillas y ondas de dolor le recorrieron el pecho.

Con la ayuda de Kairos el yordle intentó levantarse, pero descubrió que tenía al atacante sentado sobre él y se dio cuenta que lo inmovilizaba contra el suelo. El garrote le golpeó el hombro derecho, y el dolor que le causó el impacto sobre el corte que había sufrido antes estuvo a punto de hacer que perdiera el sentido.
El atacante se encontraba perfectamente situado para evitar los tajos de la gran daga que Veigar usaba como conducto para transmitir su energía de masa oscura; más allá; el sombrero mortífero de Rabbadon lo miraba indiferente. Pensando con desesperación, Veigar, giró el arma para pasarla por debajo de los brazos, y asestó la estocada más fuerte que pudo hacia atrás. La hoja se expandió como una cuchilla de energía cósmica oscura y penetró en la carne de la criatura, el guardian lanzó un salvaje aullido que le puso los pelos de punta. El agresor se apartó de Veigar, y éste corrió a toda velocidad hacia el sombrero. Mientras jadeaba de dolor, se volvió para encararse con el atacante y se le desorbitaron los ojos de sorpresa.

Si el gigantesco guardián del Sombrero Mortífero de Rabbadon había sido un hombre en otros tiempos, ya no guardaba muchas semejanzas con su aspecto original. La criatura era descomunal, con enormes y anchos hombros y piernas cortas y gruesas como troncos. El cuerpo cubiertos de poderosos músculos estaba recubierto por irregulares zonas pilosas, y la atrofiada cabeza deforme parecía haber sido hecha con cera y dejada a medio modelar. Un solo ojo inyectado en sangre lo observaba con atención.
Veigar reparó en que la criatura no llevaba garrote alguno. El daño causado a su cuerpo había sido hecho sólo con los puños.

El guardián del Sombrero se cubrió con una mano la profunda herida que tenía en el costado y lanzó un aullido que era en parte de cólera y en parte de angustia. Sin previo aviso, dio media vuelta y trepó a cuatro patas por la pared que tenía detrás para llegar a un tosco saliente de roca que había sobre la entrada de la cueva.

Durante una fracción de segundo, Veigar pensó que la criatura se limitaría a quedarse ahí sentada y lamerse la herida, pero en cuanto llegó al saliente, gruñó y saltó hacia él una vez más.




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