Veinte días con él

Capítulo 1: Londres brilla, yo no

Clara

El avión aterrizó con un temblor que parecía sacudir lo que quedaba de mí. Nueva York ya estaba a seis horas de distancia, pero Liam seguía ahí, en cada espacio vacío de mi pecho, como un eco que se niega a desaparecer. Había empaquetado mis suéteres más gruesos, unos jeans y tres novelas que no tenía intención de leer, pero el corazón roto… ese no cabe en una maleta. Viaja como equipaje de mano, pesado e incómodo, recordándote su presencia con cada movimiento.

Mi tía Beatrice me esperaba en la salida, abrigada con un elegante trench coat color camel, sonriendo con esa calma que solo tienen las personas que han visto suficientes inviernos. Me abrazó sin apuro, como si supiera que cualquier presión excesiva podría hacerme añicos.

—Clara, cariño —murmuró contra mi pelo—. Londres te hará bien.

No le dije que dudaba que algo pudiera hacerme bien. Solo asentí y dejé que me guiara hacia el taxi.

La ciudad, mientras recorríamos sus calles hacia Kensington, era una postal en movimiento. Una postal excesiva, casi insolente en su festividad. Luces doradas y plateadas colgaban de cada farola, guirnaldas brillantes enrevesaban los balcones, y enormes árboles de Navidad, coronados por estrellas destellantes, presidían cada plaza. El aire olía a castañas asadas, a vino caliente especiado, a dulzura. Todo brillaba, todo centelleaba, todo parecía susurrar alegría, familia, amor.

Y yo era un punto opaco en medio de tanta luz.

El apartamento de Beatrice era acogedor y tranquilo, con estanterías repletas de libros y un sillón junto a la ventana perfecto para mirar la lluvia. Dejé mi maleta en la habitación de huéspedes, una habitación con papel pintado de flores tenues y una manta de punto sobre la cama. Me senté en el borde del colchón. El silencio era enorme. Demasiado espacio para pensar.

—Sal, Clara —dijo Beatrice desde la puerta, sosteniendo una taza de té—. No te quedes encerrada con tus fantasmas. La ciudad está ahí fuera. Aunque solo sea para caminar sin rumbo.

Así que me puse el abrigo, me envolví en una bufanda y salí. El frío londinense era distinto: húmedo, penetrante, un frío que se metía entre las costillas. Caminé sin dirección, pasando por tiendas con escaparates decorados, por grupos de amigos riendo con vasos de papel humeante en las manos, por parejas que se abrazaban bajo los paraguas. Yo era un espectro, un ser de otro planeta donde la gravedad era más pesada y los colores, más apagados.

El cansancio y el frío terminaron por arrastrarme hacia el resplandor cálido de una cafetería. The Grind, decía el letrero en letras cursivas. Olía a pan recién horneado, a canela, a café de verdad. Me alineé, ordené un chocolate caliente con todo el azúcar y la nata que mi dolor pudiera permitirse, y cuando me di la vuelta con la taza humeante entre las manos, buscando una mesa libre, choqué.

Mi chocolate caliente salió disparado de la taza y se derramó en una mancha perfecta y marrón sobre un abrigo de lana negra, impecable.

—Oh, Dios… —respiré, horrorizada.

Alcé la vista. El dueño del abrigo era un hombre alto, con los hombros anchos bajo la tela ahora manchada. Tenía el cabello castaño oscuro, desordenado por el viento o por sus propias manos, y unos ojos grises, del color del cielo minutos antes de una nevada, que me observaban con una mezcla de sorpresa y fastidio. Su mandíbula estaba apretada. Parecía sacado de una de esas revistas donde la gente luce demasiado elegante para ser real, incluso con una mancha de chocolate en el pecho.

—Lo siento —balbuceé, buscando desesperadamente una servilleta—. Lo siento muchísimo, fue sin querer, yo…

—Se nota —dijo él. Su voz era grave, británica, afilada—. No importa.

Pero sí importaba. Para mí, en ese momento, importaba todo. Las lágrimas, esas traicioneras lágrimas que había logrado contener desde el aeropuerto, me pincharon los ojos. No era por el chocolate, ni por el hombre imponente frente a mí. Era por la torpeza, por la soledad, por el peso abrumador de ser yo, Clara, incapaz incluso de sostener una taza en una ciudad que funcionaba con una perfección deslumbrante.

—Lo lamento de verdad —repetí, con la voz temblorosa.

Él dejó de frotar el abrigo y me miró de verdad, por primera vez. Sus ojos grises escudriñaron mi rostro, mis ojos vidriosos, la manera en que me mordía el labio inferior. Algo en su expresión se suavizó.

—No es el fin del mundo —dijo—. Solo es un abrigo.

—Y un chocolate desperdiciado —añadí sin pensar.

Una ceja se elevó ligeramente. Por un instante, creí ver el esbozo de curiosidad.

—Puedes pedir otro —dijo, señalando la barra.

—No tengo ganas —susurré.

Asintió una vez.
—Entonces, si me disculpas…

Se apartó, dejándome plantada en medio de la cafetería. Lo vi marcharse hacia la puerta, desechando la servilleta en el bote de basura con un movimiento brusco. Antes de salir a la calle iluminada, se volvió una última vez. Nuestras miradas se encontraron a través del vapor de las máquinas de café y las risas ajenas. No hubo gesto, ni sonrisa. Solo ese mirar gris, impenetrable.

Y así, en medio del aroma a pan dulce y a mi propio fracaso, conocí a James Ashford. No intercambiamos nombres. No hubo un “encantado”. Solo el roce áspero de la lana contra mi brazo, el olor amargo del chocolate derramado y la certeza de que, mientras Londres entero brillaba a mi alrededor, yo era la única cosa que no emitía ni un solo destello de luz.




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