Veinte días con él

Capítulo 2: ¿Otra vez tú?

James

Odio el metro a esta hora. Un zoológico humano de abrigos húmedos, respiración condensada y la persistente, agridulce fragancia de desesperación y café barato. Me acomodo en mi vagón habitual, la línea District hacia Temple, y abro mi informe financiero en la tableta. Los números, al menos, son predecibles. No se derraman encima de uno ni miran con esos ojos de cervatillo a punto de llorar.

Pero hoy, los números no captan mi atención.

Porque la veo.

Está justo al otro lado del vagón, apoyada contra las puertas, absorta en la contemplación de un mapa turístico arrugado. El mismo cabello rubio oscuro, desordenado por el gorrito de lana que lleva. La misma expresión: una mezcla de concentración y pérdida absoluta. Es la chica del chocolate. La Torpe.

La observo un momento, sin que ella lo note. Lleva un grueso suéter de cuello alto color mostaza y unos jeans. Parece… más pequeña de lo que recordaba. Y aún más fuera de lugar. En Londres, en diciembre, o te mueves con propósito o la ciudad te aplasta. Ella parece a punto de ser aplastada.

El tren se detiene en South Kensington. Un grupo de turistas con mochilas enormes sale alborotado, y en el remolino, ella alza la vista. Por un segundo, nuestros ojos se encuentran. Los suyos, de un color miel cálido que no cuadra con el gris del día, se abren ligeramente. Me reconoce.

Y entonces hace algo que me desconcierta: finge, de forma patética y transparente, no haberme visto. Desvía la mirada con una rapidez exagerada hacia su mapa, inclinando la cabeza como si de pronto el trazado de la línea Circle fuera la cosa más fascinante del universo. Sus mejillas se sonrojan ligeramente.

No puedo evitar una sonrisa. Es pequeña, apenas un leve estiramiento de los labios, pero está ahí. ¿En serio? ¿Esa es su estrategia? Es como un avestruz escondiendo la cabeza. Absurda. Y, contra todo pronóstico, un poco entrañable.

El tren reanuda su traqueteo. Yo debería volver a mi informe. En cambio, estudio el reflejo borroso de ella en la ventana negra. Se muerde el labio. Ajusta la bufanda. Sigue fingiendo una intensa fascinación por las paradas de metro.

¿Por qué me fijo? No lo sé. Tal vez porque su torpeza fue tan genuina. En mi mundo, la gente no se disculpa. Hacen gestos de disculpa, calculados, esperando algo a cambio. Sus “lo siento” temblorosos no buscaban nada. Solo eran… verdaderos. Una rareza.

El anuncio de mi estación, Temple, resuena en el vagón. Me incorporo, guardando la tableta en mi maletín. Al pasar cerca de ella, capto un destello de su perfume: algo limpio, a jabón de almendras, completamente distinto a los perfumes caros y complicados a los que estoy acostumbrado. Camino hacia las puertas y, justo antes de que se abran, me vuelvo.

Ella sigue mirando el mapa, pero su postura está rígida, consciente. La veo por el rabillo del ojo.

Sonrío de nuevo, para mis adentros. Adiós, Torpe.

Mi edificio, un bloque de piedra arenisca georgiano con puerta negra y buzones de latón pulido, es un oasis de orden. Subo los escalones, buscando las llaves. El aire está frío y silencioso. Hasta que escucho unas voces familiares que vienen del piso de arriba, el de la Sra. Henderson. Y otra voz, más joven, más suave.

—…sí, tía Bea, ya estoy aquí. Las escaleras son más empinadas de lo que parecen.

No. No puede ser.

Doy la vuelta al rellano y allí están. La Sra. Henderson, mi vecina octogenaria y cotilla oficial del edificio, está en su puerta, sonriente. Y a su lado, con una maleta a los pies y esa misma expresión de perdida que parece ser su marca personal, está ella.

La chica del chocolate. La del metro.

Nuestra mirada se encuentra de nuevo. Esta vez, no hay mapa al que recurrir. Sus ojos miel se abren de par en par, con un pánico genuino y casi cómico. Parece un ciervo atrapado en los faros de un Rolls-Royce.

—¡James, cariño! —saluda la Sra. Henderson con alegría—. Justo a tiempo. Te presento a mi nueva vecina. Esta es Clara, la sobrina de Beatrice, que va a quedarse conmigo este mes. Clara, este es James Ashford, del ático. Un vecino excelente, muy tranquilo.

Clara. Así que tiene nombre.

Ella parpadea, tragando saliva. Parece estar calculando mentalmente las probabilidades de que esto le esté pasando. Son astronómicamente bajas. Como las de derramar chocolate sobre un perfecto extraño y luego tropezar con él en cada esquina de Londres.

—Hola —consigue decir. Su voz es un hilo de seda.

—Clara —repito, asintiendo con la cabeza—. Nos hemos encontrado antes.

Ella palidece.

—Sí. En la cafetería. Lo siento otra vez por… tu abrigo.

—No pasa nada —digo, y me doy cuenta de que, por primera vez, es verdad. El abrigo está en la limpieza. El incidente ya no me importa—. Así que te quedas en el 2B.

—Sí. Solo por diciembre.

Un mes. Solo diciembre. El peor mes. El mes que intento sobrevivir, no… ¿qué? ¿No esto?

La Sra. Henderson sigue parloteando sobre las reglas de la calefacción y los días de recogida de basura, pero yo apenas la escucho. Estoy demasiado ocupado observando a Clara. La manera en que se retuerce ligeramente los dedos. Cómo evita mirarme directamente, pero sus ojos vuelan hacia mí y luego se apartan. Lleva un pequeño pendiente de perla en una sola oreja. Un detalle desordenado, imperfecto. Me desconcierta.

—Bueno, bienvenida al edificio, Clara —digo cuando la Sra. Henderson hace una pausa para respirar—. Si necesitas algo, el 3A.

La oferta sale automáticamente, por cortesía, pero las palabras suenan más sinceras de lo que pretendía.

Ella asiente, finalmente alzando la vista.

—Gracias. Espero… no ser una molestia.

Hay una vulnerabilidad tan pura en esa frase que algo se estremece dentro de mí, en un lugar que creía bien resguardado. Es contra mi voluntad. Totalmente contra mi voluntad.

—No lo serás —murmuro.

Subo las escaleras hacia mi ático, escuchando cómo la Sra. Henderson la arrastra a su nuevo hogar. La puerta se cierra. El silencio familiar desciende sobre el rellano.




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