James
El silencio de mi ático, normalmente una balsa de aceite después del caos citadino, ahora tiene un eco. O eso me parece. Es absurdo. Clara, la chica del chocolate, la del metro, la nueva vecina, está a dos pisos de distancia, probablemente deshaciendo maletas y aún con esa expresión de ciervo asustado. Y yo, aquí, de pie frente a mi ventana panorámica que enmarca un Londres perfectamente iluminado, pienso en lo mal que dije “no lo serás”. Sonó a profecía, no a cortesía.
El abrigo, limpio y sin manchas, cuelga del perchero como un recordatorio mudo. Lo tomo. Es solo lana, pero el gesto me conecta con la sensación de su hombro chocando contra el mío, el calor del chocolate a través de la tela. Una incomodidad que, al repasarla, ha perdido sus aristas.
No debo hacerlo. Mi regla tácita de diciembre es la no interferencia. Este mes es para sobrevivir, para pasar los días hasta que el nuevo año limpie el aire de villancicos y falsa alegría. No para involucrarme con vecinas torpes y tristes que llegan con maletas rotas en los ojos.
Pero algo más fuerte que mi renuncia me lleva a bajar las escaleras. No pienso, solo actúo. Llamo a la puerta del 2B.
La abre la Sra. Henderson, con un delantal floreado y una sonrisa de oreja a oreja.
—¡James! Qué oportuno. Justo estábamos tomando té. ¿Entras?
Veo a Clara sentada en el sofá de flores, una taza de porcelana fina entre las manos, como un pájaro posado en un mueble que no es suyo. Me mira y casi derrama el té. De verdad, su coordinación es catastrófica. Y, por alguna razón, eso relaja una tensión que ni siquiera sabía que cargaba.
—Solo pasaba a disculparme —digo, dirigiéndome a Clara pero con una inclinación de cabeza hacia la Sra. Henderson—. Por mi brusquedad en la cafetería. No fue mi mejor momento.
Clara parpadea. Parece analizar mis palabras en busca de una trampa.
—No, no, está bien. Yo fui la torpe.
—Fue un accidente —digo, y es como tender un puente muy pequeño, muy frágil, sobre un río de incomodidad.
La Sra. Henderson, con la perspicacia de una generala social, ve su oportunidad.
—¡Bah, tonterías! Los accidentes pasan. Lo importante es que Clara aquí se está instalando y necesita salir, conocer la ciudad, ¿verdad, cariño? No puede pasarse diciembre encerrada con una vieja como yo.
Clara se sonroja ligeramente.
—Tía Bea, no eres una vieja. Y estoy bien, de verdad.
—No lo estás —replica su tía con una dulzura implacable—. Tienes cara de necesitar aire fresco y algo que no sea té de manzanilla. James, tú eres un londinense de pura cepa. ¿Qué le recomendarías a una recién llegada para animarse?
Siento que la conversación se desvía hacia un territorio peligroso. Pero los ojos de Clara, ahora fijos en mí con una mezcla de resignación y curiosidad, me atrapan. Pienso en lo que a mí me ayuda, a regañadientes, a tolerar este mes. No los grandes eventos, sino los pequeños rituales.
—Los mercados navideños —digo, casi sin querer—. No el de Leicester Square, demasiado masivo. El de South Bank. Tiene luces sobre el río, puestos de comida… no es tan agobiante.
Clara me mira, y por primera vez no veo miedo o vergüenza, sino un destello de interés genuino.
—South Bank… he oído hablar.
La Sra. Henderson da una palmada.
—¡Perfecto! James, ¿no tienes planes para esta tarde? Podrías acompañarla. Sería un gesto de buen vecino, después del… incidente del chocolate.
Es una trampa. Una trampa adorable, bienintencionada y perfectamente tendida. Clara abre la boca para protestar, pero yo hablo primero. Lo que digo me sorprende incluso a mí.
—De hecho, no tengo planes. Si a Clara no le parece una compensación terrible por haber arruinado su bebida, podría mostrarle el mercado.
El silencio que sigue es tan denso que se podría cortar con el cuchillo de untar mermelada de la Sra. Henderson. Clara me estudia. Busca en mi rostro, en mi postura, alguna señal de falsedad o de obligación.
Finalmente, exhala. Es un suspiro pequeño, que parece llevar consigo parte de su resistencia.
—No tienes por qué hacer eso.
—Lo sé —digo simplemente.
Ella mira a su tía, que le sonríe con ánimo, y luego de vuelta a mí. Hay una lucha en sus ojos. El instinto de esconderse, fuerte y claro, peleando contra un destello tenue de… ¿qué? ¿Anticipación? ¿Curiosidad?
—Está bien —concede, y la palabra sale como un hilo débil—. Pero solo si de verdad no te molesta.
—No me molesta.
Miento. Por supuesto que me molesta. Molesta toda esta situación, este desvío inesperado de mi aislamiento invernal. Pero también, de una manera que no quiero examinar, es un alivio. Un punto de interés fuera de mi propia cabeza.
Quedamos en una hora. Subo de nuevo a mi ático, y esta vez el silencio ya no es un eco vacío. Es el preludio de algo. Algo que no he buscado, que no quiero, pero que, ahora que está en movimiento, siento que no puedo detener.
Me visto con otro abrigo, uno igual de negro pero sin la mancha fantasma del chocolate. Me pregunto, mientras me miro en el espejo del recibidor, qué diablos estoy haciendo. Invitar a una desconocida, una vecina temporal, a un mercado navideño. Es exactamente el tipo de interacción festiva que detesto.
Pero cuando bajo las escaleras y la veo esperando en el vestíbulo, envuelta en un abrigo largo color granate y una bufanda blanca que le enmarca el rostro, el fastidio se desvanece un poco. Lleva guantes de lana. Parece preparada para una expedición ártica.
—¿Lista? —pregunto.
Ella asiente, sin sonreír, pero con los ojos un poco más vivos que antes.
—Lista.
Salimos al frío crepuscular. Las luces de la calle acaban de encenderse, bañándolo todo en un tono dorado. Ella camina a mi lado, manteniendo una distancia prudencial.
No hablamos. El sonido de nuestros pasos sobre el pavimento húmedo es el único ritmo. Yo debería sentirme incómodo, pero no es así. Es como si el silencio, por primera vez en mucho tiempo, no fuera una carga, sino simplemente un espacio compartido.