Veinte días con él

Capítulo 4: Entre luces y desconocidos

Clara

Acepté a regañadientes. Esa es la única forma de describirlo. La presión suave pero implacable de tía Bea, la culpa por haber arruinado su abrigo y la extraña, casi estoica oferta de James. Todo formó una corriente que me arrastró, incapaz de nadar en contra.

Ahora camino a su lado por las calles que se oscurecen, manteniendo una distancia que podría medirse con una regla. Mi bufanda me cubre la mitad del rostro, no solo por el frío. Es un escudo. Él no ha dicho una palabra desde que salimos del edificio. Su silencio no es incómodo, es… denso. Como el aire antes de una tormenta de nieve. Yo debería estar asustada, o al menos nerviosa, de estar junto a este hombre que parece tallado en hielo y elegancia londinense. Pero en realidad, estoy demasiado cansada para el miedo. El miedo requiere energía, y la mía se agotó en el avión.

Atravesamos un puente, y de pronto, el Támesis se abre ante nosotros, negro y brillante como obsidiana. Y en su orilla sur, se despliega el mercado.

No es lo que imaginaba. No es la versión abrumadora y comercial que temía. El mercado de South Bank se enrosca junto al río como un collar de luces temblorosas. Hay cabañas de madera con tejados de fieltro, coronadas por guirnaldas de bombillas doradas que parpadean perezosamente. El aire ya no huele solo a frío, sino a azúcar quemada, a vinagre de sidra caliente, a salchichas ahumadas. Es un aroma que te envuelve, que te promete calor aunque sea efímero.

—Por aquí —dice James, su voz más cerca de lo que esperaba. Me guía con una leve inclinación de cabeza, sin tocarme.

Lo sigo, sumergiéndome en el flujo de gente. Familias con niños que señalan juguetes de madera, parejas que comparten un mulled wine, grupos de amigos riendo. Yo soy un espectro entre ellos, pero las luces me rozan, los olores me impregnan. Es imposible permanecer completamente insensible.

Nos detenemos frente a un puesto que vende chimney cakes, unos pasteles cilíndricos de masa dulce, espolvoreados con azúcar y canela. El vendedor, un hombre con un gorro navideño ridículo, nos sonríe.

—¿Probar uno? —pregunta James. No es una sugerencia alegre, es más bien un planteamiento lógico, como si estuviera resolviendo un problema: Mujer triste + azúcar = posible mejora.

Asiento, casi sin darme cuenta.

—Vale.

Él pide dos. Cuando me entrega el mío, envuelto en un papel de servilleta, nuestras manos casi se rozan. La suya es grande, con los nudillos marcados. La mía, con el guante de lana, se siente diminuta.

Le doy un mordisco. Está caliente, dulce, y la canela explota en mi boca con una intensidad que me sorprende. Un sonido, algo muy cercano a un suspiro de placer, se me escapa.

James me mira. Sus ojos grises, bajo la luz tenue de las bombillas, ya no parecen tan afilados. Hay una chispa de algo allí, como el destello de una linterna sobre el hielo.

—Bueno, ¿no? —dice, y hay un deje de satisfacción en su voz, como si hubiera acertado en un cálculo.

—Muy bueno —admito. Y por primera vez desde que llegué, sonrío. Es pequeña, apenas un levantamiento de comisuras, pero es genuina.

Caminamos más, pasando por puestos de adornos hechos a mano y velas perfumadas a pino. Hablamos poco, pero el silencio ya no es un abismo. Es cómodo. Él señala cosas con brevedad:

—El Globe Theatre está ahí.

—Esa es la catedral de San Pablo al otro lado.

Yo asiento, absorbiéndolo todo.

En un puesto que vende bolas de nieve de cristal, me quedo mirando una que tiene un pequeño puente de Londres dentro. Al agitarla, una tormenta perfecta y silenciosa envuelve la escena.

—Kitsch total —murmura James a mi lado.

Yo sonrío, sin apartar la vista de la bola.

—Es bonito. Tiene su encanto.

—El encanto de lo predecible —replica, pero sin malicia.

Me giro hacia él.

—¿Y qué tiene de malo lo predecible?

Él considera la pregunta, sus ojos escudriñando mi rostro como si buscara la respuesta allí.

—Nada —dice al final, su voz más baja—. Nada, en realidad.

Seguimos caminando, y sin planearlo, nos encontramos en un claro menos concurrido, junto a la barandilla del río. Londres se despliega al otro lado, un sueño de luces titilantes y sombras majestuosas. El sonido del agua chocando suavemente contra el muelle llena el espacio entre nosotros.

—Gracias —digo de repente, la palabra sale envuelta en el vaho de mi aliento—. Por esto. No tenía muchas ganas de venir, pero… me alegro de haberlo hecho.

Él se apoya en la barandilla, mirando al frente.

—Tampoco yo —confiesa—. Suelo evitar estas cosas en diciembre.

—¿Por qué?

La pregunta cae entre nosotros. Él respira hondo, y el aire se le congela en una nube blanca.

—Es un mes… complicado.

No presiono. Sé lo que es tener zonas dolorosas que no se pueden tocar.

En cambio, señalo una hilera de luces colgadas sobre nuestras cabezas que se mecen con la brisa del río.

—Parecen estrellas a las que les dieron permiso para bajar.

Él sigue mi mirada, y entonces sucede. James Ashford sonríe. De verdad.

—Esa es una forma muy particular de verlo —dice, y su voz tiene un tono nuevo, casi de diversión.

Desvío la mirada, súbitamente consciente de lo cerca que estamos.

—Deberíamos volver.

Él asiente.

—Sí. Tu tía pensará que te he secuestrado.

El camino de regreso es diferente. Hablamos un poco más. De libros, del frío, de tonterías. Pero fluye.

Cuando llegamos a la puerta negra de nuestro edificio, me siento… distinta. No curada. Pero menos vacía.

—Buenas noches, Clara —dice él, sosteniendo la puerta.

—Buenas noches, James. Y… gracias otra vez.

Él asiente.

—Descansa.

Subo las escaleras hacia el piso de la tía Bea, y no puedo evitar mirar hacia arriba, hacia donde está su ático. Por primera vez, este edificio no se siente como un refugio temporal. Se siente como un lugar donde algo, por pequeño que sea, ha comenzado.




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