James
Las mañanas posteriores a una ruptura de protocolo siempre son las peores. Es cuando la lógica fría del día ilumina los errores cálidos de la noche. Y el paseo por South Bank fue, sin duda, un error. Un desvío significativo de mi programa de diciembre, que consiste en: trabajar, hacer deporte, evitar el espíritu navideño a toda costa.
Pero aquí estoy, dos días después, sentado en mi oficina con vistas a un Londres gris, y en lugar de analizar gráficos de tendencias, estoy dibujando cuadrados pequeños en una hoja en blanco. Veinte cuadrados.
Veinte días faltan para Navidad.
No sé por qué lo hago. Es una cuenta regresiva que suelo llevar en silencio, con alivio, como quien espera que pase un dolor de muelas. Pero esta vez, los cuadrados no parecen vacíos. Parecen… espacios a llenar.
El sonido de su risa en el mercado, ahogada y sorprendida, vuelve a mi mente. La forma en que sus ojos miel se iluminaron al ver las luces reflejadas en el río. Su comentario sobre las estrellas con permiso para bajar. Era una visión poética, ingenua. La clase de cosa que normalmente me haría arquear una ceja con escepticismo. En cambio, me hizo sonreír. De verdad.
Eso es lo más desconcertante.
Mi teléfono vibra. Un mensaje de la Sra. Henderson: «Querido James, ¿has visto a Clara hoy? Parece que ya ha leído todos mis libros de jardinería. Me preocupo.»
Un código tan claro como el Big Ben dando la hora: Haz algo.
Suelto un suspiro que empaña un instante el cristal de la ventana. Esto es una tontería. Una intromisión. Clara tiene una vida, un pasado del que huye, y yo tengo un dolor que gestionar a mi manera. Entrelazarnos es una receta para el desastre.
Sin embargo, bajo a almorzar, y en lugar de ir a mi club habitual, voy a la pequeña librería de la esquina. Sé, por un comentario de la Sra. Henderson, que Clara ayuda allí algunas tardes. La veo antes de que ella me vea. Está detrás del mostrador, reorganizando una pila de novelas con una concentración adorable. Lleva un jersey de cuello alto azul marino y tiene un lápiz detrás de la oreja. Parece… integrada. Como si perteneciera a ese mundo de papel y tinta quieta.
Empujo la puerta, haciendo sonar la campanilla. Ella alza la vista y, al verme, esa familiar expresión de sorpresa leve —casi alarma— aparece en su rostro. Luego se suaviza en algo que podría ser… ¿placer?
—James. Hola.
—Clara. —Me acerco al mostrador. El aire huele a papel viejo y a la vela de pino que arde en un rincón—. Tu tía está preocupada. Dice que te estás convirtiendo en una experta en poda de rosales.
Ella pone los ojos en blanco, pero sonríe.
—Es una exageración. Solo leí dos.
—Igual es demasiado. —Me apoyo en el mostrador—. Pensé en algo.
Ella inclina la cabeza, esperando.
La idea, que ha estado formándose desde que dibujé esos veinte cuadrados, sale ahora, arriesgada y completa.
—Veinte días hasta Navidad. Londres tiene… cosas. No las cosas obvias. Otras. Podríamos hacer una lista. Una al día. Para que no te aburras con la jardinería. —Hago una pausa—. Y para que yo no evite diciembre como si fuera la peste, por una vez.
Clara me mira fijamente, como si estuviera descifrando un idioma complejo. Sus dedos acarician el lomo de un libro.
—¿Una lista? ¿Tipo… actividades navideñas?
—Algo así. Pero sin renos de plástico ni canciones estridentes. El mercado fue el número uno. Podría haber más.
Ella se queda callada por un largo momento. Veo el debate interno en sus ojos: la tentación de esconderse, el cansancio de estar triste, una chispa de curiosidad infantil que el frío y Liam no han logrado apagar del todo.
—¿Por qué? —pregunta finalmente—. ¿Por qué harías eso? No tenías por qué ser amable después del chocolate. Y ya lo fuiste, en el mercado. La deuda está saldada.
Es la pregunta correcta. La honesta. Y merece una respuesta honesta, aunque no pueda dársela toda.
—Porque diciembre es un mes difícil para mí también —confieso—. Y tal vez… evitarlo año tras año no es la solución. Tal vez afrontarlo con una lista absurda sea un experimento que valga la pena. —Me inclino un poco hacia adelante—. Y porque, a pesar de tu torpeza catastrófica, no eres mala compañía.
Un destello de su propia sonrisa, la que vi en el río, asoma.
—Vaya. Un cumplido casi imperceptible. Debe de ser tu especialidad.
—Es un arte.
Ella mira por la ventana y suspira.
—De acuerdo. Veinte días, veinte… ¿planes? ¿Locuras?
—Experiencias. Podemos llamarlas experiencias.
—¿Y si una es terrible?
—La tachamos de la lista y nunca más hablamos de ello.
Esa posibilidad la hace reír, un sonido claro que ilumina la librería mejor que cualquier vela.
—Vale. Está bien. Me apunto.
Algo dentro de mi pecho, una cosa fría y contraída que llevo ahí desde hace dos años, se afloja un milímetro. No es alegría. No es ilusión. Es… anticipación.
—Perfecto —digo, sacando el móvil—. El número dos es patinar sobre hielo. Somerset House. Mañana, si no tienes miedo a caerte.
Su sonrisa se convierte en una mueca de pánico.
—¿Patinar? Yo y los patines somos enemigos mortales, James.
—Por eso está en la lista —digo guardando el teléfono—. Para enfrentar enemigos mortales. Te recojo a las cuatro.
Salgo de la librería con el sonido de la campanilla resonando a mis espaldas. El aire frío me golpea la cara, pero no me molesta. Por primera vez en mucho tiempo, mi rutina no solo no me reconforta: me parece insuficiente.
Vacía.
Hay una lista. Hay veinte días. Hay una mujer que le teme a los patines pero que aceptó el desafío.
Y yo, contra toda mi voluntad y mi lógica más básica, siento algo que no quiero admitir. Algo que se parece peligrosamente al comienzo de una tregua.
No con la Navidad.
Conmigo mismo.