Veinte días con él

Capítulo 6: Patinar no era buena idea

Clara

James no bromeaba. Los patines y yo somos, efectivamente, enemigos mortales. Desde el momento en que el amable empleado del alquiler me desliza esos monstruos de cuchillas sobre las botas, siento que he firmado mi sentencia de muerte. O, como mínimo, de humillación pública.

Somerset House es, tengo que admitirlo, escandalosamente bonito. El patio neoclásico, majestuoso y serio, se transforma en una pista de hielo brillante, rodeada de luces blancas y azules. Es elegante, no cursi. Es justo el tipo de lugar que imagino que a James le gustaría: navideño, pero con dignidad.

Él, por supuesto, patina con una facilidad insultante. Se desliza sobre el hielo como si fuera su elemento natural, con esa misma gracia económica y segura con la que hace todo. Ya ha dado dos vueltas completas mientras yo sigo aferrada al borde de la pista, con los nudillos blancos de tanto agarrar la barandilla.

—Ven —dice, deteniéndose frente a mí. Sus ojos grises brillan con un humor que intenta disimular—. No muerde.

—El hielo no —gimo—, pero el suelo de cemento que hay debajo, sí.

Él extiende una mano enguantada.

—No vas a caer.

—Eso es una mentira estadísticamente improbable y lo sabes.

Aun así, después de un instante de pánico absoluto, suelto la barandilla y coloco mi mano en la suya. Es firme, segura, anclada. Da un tirón suave y yo me deslizo —o más bien, me arrastro torpemente— hacia el centro de la pista. Mi cuerpo está rígido, cada músculo tenso como un cable de acero. Parezco un faquir sobre una cama de clavos, no una mujer intentando divertirse.

—Relájate —murmura él, deslizándose a mi lado y manteniendo mi mano en la suya. Su otra mano se posa con firmeza en mi espalda, entre los omóplatos—. Deja que los patines hagan el trabajo. No luches contra ellos.

—Me están traicionando —protesto, pero intento seguir su consejo.

Suelto un poco la tensión en los hombros. Dejo que él me guíe. Y milagrosamente, durante unos segundos gloriosos, me deslizo. El viento frío me azota la cara, las luces se convierten en rayas brillantes a mi alrededor, y una risa de puro asombro sale de mis labios.

—¡Lo estoy haciendo!

—Lo estás haciendo —confirma él, y hay una nota de genuina aprobación en su voz.

Luego, por supuesto, tropiezo. No con nada, solo con mi propio pie izquierdo, que decide rebelarse y cruzarse con el derecho. Grito, suelto su mano y me desplomo hacia atrás en un desastre de extremidades flojas.

Pero no me estrello contra el hielo.

James reacciona con una rapidez sorprendente. Sus brazos me rodean, me atrapan contra su pecho y, con un esfuerzo que hace que sus músculos se tensen bajo el abrigo, logra mantenernos a los dos en pie, aunque tambaleantes. Quedamos enredados, mi espalda pegada a su torso, su aliento caliente cerca de mi oreja. Sujeta mis brazos contra mí para estabilizarme.

El mundo se detiene. El bullicio de la pista, la música navideña, todo se desvanece en un zumbido lejano. Lo único que existe es la solidez de su cuerpo contra el mío, el rápido latido de su corazón que siento a través de las capas de tela, y el calor que inunda mi rostro. Sus manos no se sueltan. No inmediatamente.

—Te lo dije —susurra él, su voz grave y extrañamente ronca justo a mi lado—. No ibas a caer.

Me giro lentamente dentro de su abrazo, lo justo para mirarlo. Nuestros rostros están muy cerca. Demasiado cerca. Puedo ver cada pestaña oscura que enmarca sus ojos grises, ahora oscuros y serios. Puedo ver la línea firme de su mandíbula, la suave curva de su labio inferior. Su mirada se desliza de mis ojos a mi boca, y se queda allí, un instante cargado, pesado.

El aire entre nosotros parece espesarse, calentarse a pesar del frío glacial. Siento un tirón bajo y dulce en el estómago, un tipo de vértigo que no tiene nada que ver con los patines.

Él también lo siente. Lo veo en el parpadeo lento de sus ojos, en el leve temblor de sus dedos donde aún me sostienen. Parece sorprendido, como si él también hubiera tropezado en algo inesperado.

—Clara —dice mi nombre, apenas un soplo.

Por un segundo loco, creo que va a besarme. Aquí, en medio de la pista, rodeados de desconocidos. Y lo más aterrador es que no sé si quiero que lo haga o no. Mi corazón, ese viejo traidor, late con fuerza.

Pero entonces un niño pequeño se lanza como un torpedo entre nosotros, riendo, rompiendo el hechizo. James parpadea, como si despertara, y sus manos se relajan. Me suelta, aunque una permanece en mi codo, estabilizándome.

—Creo que… —digo, sin aliento— creo que he tenido suficiente hielo por hoy.

Él asiente, rápidamente, casi con alivio.

—Sí. Un café caliente sería una buena idea.

Nos dirigimos hacia la salida, quitándonos los patines en silencio. El momento se ha evaporado, pero su huella permanece, como la marca de un cuerpo sobre la nieve. Camino a su lado, sintiendo el hormigueo en el codo donde su mano me tocó por última vez.

En la cafetería, con las tazas humeantes entre las manos, la conversación vuelve, pero es más cuidadosa. Hablamos del hielo, de la arquitectura del edificio, de todo menos de ese instante suspendido. Pero está ahí, sobre la mesa, entre los azucareros y las servilletas. Un casi-beso. Un casi-algo.

Y mientras miro a James por encima del borde de mi taza, viendo cómo él también me mira cuando cree que no me doy cuenta, comprendo algo peligroso: esta lista, estos planes, ya no son solo una distracción.

Son un campo minado.

Y yo acabo de dar un paso muy cerca de una de las minas.




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