James
La oficina está en silencio, el tipo de silencio que se supone que debo apreciar. Concentración. Claridad. Pero hoy es ruidoso. El ruido lo hace el recuerdo de ella en mis brazos, tensa como una cuerda de violín a punto de romperse y luego, por un instante infinito, simplemente… allí. Blanda. Sorprendida. Su peso contra mi pecho no fue una carga. Fue un ancla.
Un ancla es algo peligroso. Te mantiene en un lugar, y yo llevo dos años moviéndome, deslizándome, sin tocar fondo. Evitando los lugares donde el fondo podría sentirse.
—Señor Ashford, los informes del cuarto trimestre.
Mi asistente, Eleanor, deja una carpeta gruesa en mi escritorio con su precisión habitual. Me mira con una leve curiosidad; normalmente ya estoy revisando los primeros folios antes de que ella gire sobre sus tacones.
—Gracias, Eleanor —digo, pero no abro la carpeta.
Ella espera un segundo más, luego asiente y se retira. El silencio vuelve, pero ahora está lleno del sonido de las risas ahogadas de Clara en el hielo, del suspiro que escapó de sus labios cuando la sostuve.
Miro el reloj. Las cuatro. Hora en que la librería cierra.
Es absurdo. Tengo trabajo. Tengo una cena con un inversor potencial a las siete. Tengo veinte razones lógicas y sólidas para quedarme aquí, en mi torre de cristal y números, y dejar que la ciudad se ocupe de sí misma.
En cambio, me pongo el abrigo.
No planeo ir a Notting Hill. Es simplemente hacia donde giran mis pies cuando salgo a la calle. El aire es frío y cortante, pero hoy no me molesta. Percibo los detalles: las guirnaldas en las farolas de Portobello Road, ya apagadas a esta hora; los colores pastel de las casas, más apagados bajo el cielo plomizo. Normalmente paso por aquí con la vista puesta en el metro, en la siguiente tarea. Hoy miro las tiendas, los cafés. Busco —aunque no quiero admitirlo— un jersey azul marino y una melena rubia oscura desordenada por el viento.
La encuentro saliendo de la librería, envolviéndose la bufanda blanca con un gesto que ya me resulta familiar. Está sola. Mira hacia arriba, al cielo, como si buscara nieve. Al verme acercarme, no se sobresalta. Hay un reconocimiento tranquilo, casi una expectativa, en sus ojos. Eso me desconcierta aún más.
—James.
Una sonrisa pequeña, contenida.
—¿Persiguiendo otra actividad de la lista? No hay patines aquí, que yo sepa.
—No —digo, deteniéndome frente a ella. Mis manos están en los bolsillos del abrigo; no sé qué hacer con ellas si no es sujetarla—. Iba caminando. Pensé que… Notting Hill es un buen lugar para caminar.
Ella me mira, y sé que no se lo cree. Pero no me llama mentiroso. En cambio, asiente.
—Sí. Lo es.
Y así, sin más planificación, caminamos. No hacia ningún sitio en concreto. Solo por las calles adoquinadas, pasando ante fachadas de colores que parecen dormidas. Hablamos de la librería, de un cliente excéntrico que quería un libro sobre la historia de los botones. Ella me lo cuenta y se ríe, y el sonido me llena el pecho de algo ligero, algo que flota.
Le cuento, sin querer, sobre el primer piso que tuve cerca de aquí, cuando acababa de empezar en la firma. Un apartamento diminuto con una ventana que daba a un callejón. Es un recuerdo insignificante, uno que nunca comparto. Pero con ella no parece insignificante. Ella escucha, asiente, pregunta por los detalles.
—¿Y por qué te mudaste al ático? —pregunta, mirando hacia las chimeneas.
—Por el silencio —respondo, y es la verdad.
Pero ahora el silencio de mi ático me parece un poco… vacío. Comparado con esto. Comparado con el suave roce de su abrigo contra el mío, con el ritmo pausado de nuestros pasos sobre la acera húmeda.
Pasamos ante una pequeña plaza con un árbol navideño solitario, sus luces parpadeando tristemente. Ella se detiene a mirarlo.
—Parece un poco perdido.
—Como tú el primer día —digo antes de pensarlo.
Ella se vuelve hacia mí, no ofendida, sino pensativa.
—Sí. Exactamente como yo —dice. Luego me mira directamente—. ¿Y tú, James? ¿Estabas perdido el primer día?
La pregunta me alcanza en un lugar desprotegido. La respuesta está en mi garganta, amarga y verdadera: Sí. Lo estoy desde hace dos años. Lo estoy ahora, porque ya no sé qué hacer contigo aquí, haciendo que estas calles grises se sientan distintas.
Pero no la digo. Encuentro una versión más segura.
—Estaba… ocupado. Evitando el chocolate caliente de las extrañas.
Ella sonríe, comprendiendo la retirada, aceptándola.
—Una misión loable.
Seguimos caminando, pero algo ha cambiado. No es el aire ni la luz. Soy yo. Siento el peso de su presencia a mi lado no como una intrusión, sino como un punto de referencia. Empiezo a notar su ausencia cuando da unos pasos para mirar un escaparate. Echo de menos el sonido de su voz cuando calla.
Esto es un problema. Un problema grave.
La acompaño hacia la parada de metro más cercana. El anochecer ha caído por completo, y las luces de las calles pintan su perfil de un oro suave.
—Gracias por la caminata —dice, con calidez genuina—. Fue… agradable.
Agradable. Una palabra diminuta para lo que ha sido: un reajuste silencioso de mi brújula interna.
—Número tres de la lista —digo, intentando sonar ligero—. Caminar sin rumbo por Notting Hill. Tachado.
Ella se ríe, y el sonido se mezcla con el rumor lejano de la ciudad.
—Me gusta cómo piensas.
Cuando se marcha, bajando las escaleras del metro, me quedo allí, sintiendo el frío que se cuela por donde su calor ya no está. Vuelvo sobre mis pasos hacia mi ático, pero las calles ya no son las mismas. Han sido marcadas. Por ella.
Empiezo a querer verla. No es un impulso pasajero ni una curiosidad. Es un hecho simple y aterrador, como la caída de la noche.
Mi rutina, esa armadura perfectamente pulida que he llevado tanto tiempo, ya no me queda bien.