Veinte días con él

Capítulo 8: Decoraciones y un casi-beso

Clara

El árbol es un monstruo. Un abeto noble, de casi tres metros, que ahora ocupa, desafiante y desnudo, un rincón del luminoso ático de James. Huele a bosque, a resina fría, a algo salvaje y primitivo traído a este espacio de líneas limpias y muebles de diseño. Es una intrusión perfecta.

—Mi madre lo envía cada año —explica James con un tono que pretende ser resignado, pero en el que capto un destello de… ¿apego?—. Dice que un ático en Londres en Navidad es la definición de tristeza, y que esto es su intervención humanitaria.

Estamos rodeados de cajas. Cajas de cartón elegante, llenas de esferas de cristal soplado en tonos plateados y azules profundos, guirnaldas de lino blanco, estrellas de metal pulido. Nada de Papá Noeles sonrientes o renos brillantes. Son decoraciones serias, hermosas en su sobriedad. Muy él.

—Es un árbol con carácter —digo, tocando la corteza áspera de una rama.

—Es un árbol que exige respeto —corrige él, acercándose con una caja de luces blancas—. Y paciencia. Nunca se encienden a la primera.

Así empezamos. Yo despliego las guirnaldas; él se encarga de las luces, trepando a una escalera de mano con una concentración de cirujano. Pongo música navideña suave desde mi teléfono —un playlist de jazz instrumental— y el sonido del piano se mezcla con el crepitar ocasional de la chimenea que él ha encendido.

Hay una intimidad en esto, en esta tarea doméstica y festiva, que es más profunda que caminar por un mercado o patinar. Es estar en su espacio, tocando sus cosas, construyendo algo juntos, aunque sea solo por una noche. Me siento… admitida. Y esa sensación es a la vez dulce y aterradora.

—Al otro lado, un poco más alto —le indico, sosteniendo la caja de esferas mientras él cuelga las luces en las ramas más altas.

Él sigue mis instrucciones sin protestar, sus movimientos eficientes.

Cuando las luces finalmente se encienden —tras tres intentos y una maldición sofocada por su parte—, contengo la respiración. El árbol se transforma. Las luces blancas y cálidas iluminan las agujas verdes desde dentro, creando un millar de sombras danzantes en el techo alto. Es magia. Magia silenciosa y elegante.

—Vaya —susurro, sin poder evitarlo.

James baja de la escalera y se queda a mi lado, observando su obra. Su rostro, iluminado por el brillo intermitente, se suaviza.

—Sí —dice simplemente—. Queda bien.

Empezamos a colgar las esferas. Nuestras manos se cruzan en las ramas, nuestros dedos rozándose al alcanzar el mismo gancho. Cada roce es una pequeña descarga, un recordatorio de lo cerca que estamos. El ambiente en el ático ha cambiado. La charla fácil se ha reducido a frases breves, a miradas sostenidas un segundo más de lo necesario. El aire huele a pino y a la leña de la chimenea, pero también a la colonia limpia de él y a la tensión dulce que crece entre nosotros.

—Cuéntame algo —dice de repente, colgando una esfera azul cobalto que brilla como un planeta minúsculo—. Algo que no tenga que ver con Nueva York, o con Liam, o con lo que dejaste atrás. Algo solo tuyo.

Me quedo pensativa, con una esfera plateada entre las manos.

—Cuando era pequeña —digo—, creía que las luces de Navidad eran hadas capturadas. Y que si las miraba fijamente, podía verlas moverse.

Es una tontería infantil. Algo que nunca le he contado a nadie. Me avergüenza un poco al decirlo.

Pero James no se ríe. Se detiene y me mira, y en sus ojos grises hay un reflejo del árbol, un brillo que no es solo de las luces.

—¿Y podías? ¿Verlas moverse?

—Sí —admito en un suspiro—. O al menos, eso creía.

—Entonces quizás no estabas equivocada —dice, su voz grave y baja—. Quizás las hadas existen, y solo se dejan ver cuando alguien está dispuesto a creerlo.

Sus palabras me envuelven, más cálidas que el fuego de la chimenea. Estamos en un rincón del árbol, semiocultos por las ramas. La música suena bajito. El mundo fuera, el de las calles frías y las heridas pasadas, parece haber desaparecido.

Él da un paso hacia mí. Yo no retrocedo. Coloca la última esfera en la rama justo sobre mi cabeza, su brazo rozando mi hombro. Cuando baja la mano, no se aleja. Nos quedamos mirándonos. La luz del árbol parpadea en su rostro, en sus labios.

El ruido se desvanece. Solo queda el crepitar del fuego, el latido de mi sangre en los oídos. Su mirada se desplaza de mis ojos a mi boca, y el aire entre nosotros se carga, se electriza, como antes del relámpago. Su cuerpo está a solo un suspiro de distancia. Puedo sentir el calor que emana de él.

Inclina la cabeza, solo un poco. Yo me encuentro alzando la mía, un movimiento instintivo, una respuesta silenciosa a una pregunta que no ha sido hecha. Su mano se levanta, lenta, y su dedo me aparta un mechón de pelo de la cara. El contacto, ligero como una pluma, me quema la piel.

—Clara —murmura, y mi nombre en su boca suena a confesión, a algo roto y hermoso.

Estamos a punto. En el filo del mismo precipicio en el que estuvimos en el hielo, pero ahora no hay niños que nos separen. Solo nosotros, y este árbol recién iluminado, y la noche esperando afuera. Cierro los ojos, preparándome para la caída, para el beso que siento que viene, que quiero que venga, con una urgencia que me deja sin aliento.

Y entonces, estridente e implacable, suena el timbre de FaceTime en mi teléfono, que había dejado en la mesa de centro.

El hechizo se rompe en mil pedazos.

Ambos damos un respingo, separándonos como si nos hubieran descubierto. La realidad se precipita de vuelta: la habitación, las cajas vacías, la llamada. Parpadeo, desorientada, con el corazón galopando.

James da un paso atrás, pasando una mano por su cabello. Su expresión es impenetrable de nuevo, la máscara bajada a toda prisa.

—Es… es mi tía —digo torpemente, viendo la foto de Beatrice en la pantalla. La obligación, la culpa, me agarran. No puedo ignorarla.




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