Veinte días con él

Capítulo 9: Mi historia no es alegre

James

El momento se ha esfumado. Disuelto por el timbre estridente y la voz alegre de la tía Bea al otro lado de la pantalla. Clara responde con monosílabos, su voz un poco tensa, sus ojos volando hacia mí y luego desviándose, culpables.

Yo me he vuelto hacia el árbol. Ajusto una esfera, una guirnalda, cualquier cosa para que mis manos tengan una excusa para temblar. El calor que había entre nosotros, esa electricidad que casi hizo contacto, se ha convertido en cenizas frías. La máscara vuelve a mi rostro por pura inercia, pero por dentro estoy hecho añicos. No por la frustración —aunque la hay, densa y amarga— sino por el alivio.

El alivio es lo que más me aterra.

Porque un beso habría sido un punto de no retorno. Un beso habría significado admitir que esto, lo que sea que está pasando, es real. Y nada que sea real para mí en diciembre ha terminado bien.

Clara cuelga la llamada. El silencio que sigue es espeso, incómodo, cargado de todo lo que no se dijo, de todo lo que casi ocurrió.

—Lo siento —murmura ella, dejando el teléfono sobre la mesa—. Es que… normalmente me llama a esta hora.

—No pasa nada —digo, y mi voz suena extraña, como si viniera de lejos. Sigo de espaldas a ella—. Las tías son así.

—James.

Dice mi nombre con una suavidad que me obliga a volverme. Está allí, junto al árbol iluminado, retorciéndose las manos. Sus ojos miel me miran, no con vergüenza, sino con una tristeza comprensiva que me perfora.

—¿Qué pasó? —pregunta. No se refiere a la llamada. Se refiere a mí. A cómo me he cerrado, cómo me he retirado bruscamente al borde del abismo.

Respiro hondo. El olor a pino ya no me parece festivo, sino funerario. Es el olor de los árboles que se colocan en los salones y luego se desechan, secos, cuando las fiestas terminan. Como mi padre. Colocado en un salón, y luego, desechado.

No tengo que contarle esto. Podría darle una evasiva, una broma seca, y marcharme a la seguridad de mi habitación. Pero sus ojos no me dejan. Son profundos, cálidos, y en ellos no veo juicio, solo una invitación silenciosa. Una oferta para compartir la carga.

Me acerco lentamente al sofá y me desplomo en él. Ella se sienta a mi lado, pero no demasiado cerca. Deja un espacio respetuoso que, irónicamente, hace que desee que lo cierre.

Miro las llamas de la chimenea. Es más fácil hablar al fuego.

—Hace dos años —empiezo, y las palabras salen como piedras—, mi padre murió. Un infarto. El diecinueve de diciembre.

Lo siento, más que la oigo, la contención de su respiración. No dice “lo siento”. Sabe que esas palabras son moneda falsa en estos momentos.

—Fue rápido, según dicen. Pero la fecha… la fecha no fue rápida. Se quedó pegada a todo —hago un gesto vago hacia el árbol, hacia las luces de la ciudad que se ven por la ventana—. A las luces, a los villancicos, al olor a castañas y a vino caliente. A la falsa alegría de todo esto.

Clara permanece en silencio, escuchando. Es una escucha activa, una presencia completa que me envuelve y me da permiso para seguir.

—Él… era lo contrario a mí. Amaba esta época. El caos, el brillo, la gente. Este árbol era su ritual. Mi madre lo sigue enviando, supongo que por él. Por intentar que algo de eso permanezca —me froto la cara con las manos—. Yo solo intento sobrevivirlo. Pasar los días hasta que sea enero y el mundo vuelva a ser gris y normal, y el dolor sea solo mío, no un decorado compartido con medio planeta.

El silencio se extiende, pero no es vacío. Está lleno de comprensión.

—Por eso la lista —dice ella al fin, su voz un susurro—. No era solo por mí.

—No —admito—. Era un experimento. Una forma distinta de pasar el mes. Sin esconderme, pero… con un plan. Con control —sacudo la cabeza—. Pero no está funcionando. Porque no puedes controlar…

—¿Los sentimientos? —aventura ella.

—Los recuerdos —corrijo, aunque quizás sean ambas cosas. La miro—. Lo siento. No es una historia alegre. No es la típica tragedia romántica, es solo… una pérdida. Común y corriente. Y muy fría.

Ella se mueve entonces. Cierra esa distancia que había dejado entre nosotros. No me toca, pero su cercanía es un calor tangible.

—No es común y corriente —dice con firmeza—. Es tuya. Y el frío… lo entiendo. Cuando te rompen por dentro, el primer síntoma es el frío. Un frío que nada del exterior puede quitar.

Sus palabras me llegan directas al centro del pecho. Ella lo sabe. Sabe del frío interno. No es compasión lo que veo en sus ojos. Es reconocimiento. Es la solidaridad de quien ha estado en una cueva de hielo similar.

Por primera vez en dos años, no me siento solo con esto. No me siento como un bicho raro que odia diciembre mientras todos cantan. Me siento… visto. No como James Ashford, el profesional serio, el hombre que tiene todo bajo control. Sino como James, el hijo que aún tiene un hueco con forma de padre en medio de las luces navideñas.

—El casi-beso —digo, mirándola fijamente—. No fue… no fue porque no quisiera.

Ella asiente lentamente.

—Lo sé. Fue porque da miedo. Sentir algo, cuando estás acostumbrado a no sentir nada, es lo que más asusta.

Exactamente. Ha puesto el dedo en la llaga con una precisión que duele y cura al mismo tiempo.

—Sí —es todo lo que puedo decir.

Nos quedamos sentados, uno al lado del otro, en el sofá, mirando el árbol que mi padre amaba y que yo aprendí a tolerar. El peso en mi pecho no ha desaparecido, pero ha cambiado. Ya no es una losa solitaria. Es un peso compartido. Y compartido, se hace más ligero.

Ella no intenta arreglarme. No dice que todo irá bien. Simplemente está ahí. Y en su silencio comprensivo, en el cálido resplandor de sus ojos que no apartan la mirada, encuentro algo que no buscaba, que ni siquiera sabía que necesitaba: un puente sobre el diciembre más oscuro. Un puente que, tal vez, pueda empezar a cruzar.




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