Veinte días con él

Capítulo 10: Noche nevada y dudas

James

La confesión de James ha cambiado el aire. No lo ha hecho más ligero, sino más verdadero. Ya no hay fantasmas abstractos entre nosotros; hay uno con nombre, fecha y un árbol enorme como memorial. Y saberlo, entender esa cicatriz en su diciembre, hace que todo lo que siento por él sea más profundo y, al mismo tiempo, infinitamente más peligroso.

Unos días después, la ciudad se despierta con un milagro: una fina capa de nieve. No es la tormenta épica de las postales, sino un polvo azucarado y tímido que cubre los tejados, los coches aparcados y las ramas desnudas de los árboles. Londres, por unas horas, queda en suspenso, en silencio.

Un mensaje de James aparece en mi teléfono justo después del desayuno: «Hyde Park. Ahora. Antes de que lo pisoteen todo.» No es una pregunta. Es una convocatoria. Y yo, que debería estar protegiendo a toda costa el corazón que apenas empieza a sanar, me pongo las botas más gruesas y salgo.

Lo encuentro junto al estanque de Serpentine, envuelto en su abrigo negro, el cuello subido. Con la nieve y ese perfil recortado contra el cielo plomizo, parece un personaje de una novela rusa. Melancólico y hermoso.

—Llegas tarde —dice, pero no suena a reproche. Sus ojos, cuando me miran, son más claros hoy, como si la nieve los hubiera lavado.

—El metro andaba despacio, asustado por los copos —bromeo, y mi aliento forma una nube entre nosotros.

Él no responde con una broma. Solo ofrece un brazo, un gesto antiguo, caballeroso. Yo, tras un segundo de duda, deslizo mi mano por el cruce de su codo. A través de las gruesas capas, siento la firmeza de su brazo.

Caminamos. El parque es un sueño en blanco y negro. Los niños, aún pocos, gritan de alegría intentando hacer bolas de nieve. Las ardillas grises desaparecen entre los árboles como sombras. Nuestros pasos crujen suavemente sobre la capa virgen, marcando un camino que solo nos pertenece a nosotros.

Es idílico. Es perfecto. Y eso es justo lo que me aterra.

Porque cada risa suya —más frecuente, más suelta ahora— me engancha un poco más. Cada vez que su mirada se posa en mí y se queda, siento que algo dentro de mí se deshace y se recompone de una manera nueva. Es un sentimiento fuerte, sólido, que crece con la misma inevitabilidad con que cae la nieve. Y yo no sé qué hacer con él.

Liam nunca me hizo sentir así. Con Liam, el amor fue un huracán de pasión y posesividad que me arrasó y luego me dejó vacía. Esto con James… esto es como la nieve. Silencioso, acumulativo, transformador. Y tengo miedo de que, cuando se derrita, me deje empapada y helada por dentro.

—¿En qué piensas? —pregunta James, deteniéndose junto a un roble antiguo cuyas ramas sostienen guirnaldas de nieve—. Tienes esa mirada.

—¿Qué mirada?

—La mirada de quien está a un millón de kilómetros de distancia, aunque su cuerpo esté aquí.

Es tan certero que me duele. Me suelto de su brazo, buscando un poco de aire, un poco de distancia para pensar. Camino unos pasos, mirando el estanque grisáceo.

—Es solo que… esto —hago un gesto amplio que abarca el parque, la nieve, a él—. Es muy intenso. Muy rápido.

Él se queda quieto. Su expresión se vuelve cuidadosamente neutra, pero veo un destello de alerta en sus ojos.

—¿Demasiado rápido?

—No sé —susurro, y es la verdad más honesta que tengo—. Solo sé que me da miedo. Confiar. Volver a sentir algo tan… grande.

—No tienes que confiar en mí —dice, su voz baja pero clara en el aire silencioso—. Solo tienes que confiar en esto. En lo que está pasando. En el ahora.

El ahora. El problema es que el ahora se convierte en recuerdo, y los recuerdos se convierten en dolor. Yo lo sé muy bien. Y él, con su padre, lo sabe aún mejor.

—¿Y si el ahora se acaba? —La pregunta sale temblorosa—. ¿Y si en enero todo esto es solo… una lista tachada?

James da un paso hacia mí. La nieve cruje bajo sus botas.

—¿Crees que esto es solo una lista para mí, Clara?

Su pregunta es un desafío directo. Quiero decir que sí, que tiene que serlo, que es la única manera de mantenerme a salvo. Pero no puedo. Porque sé que no es verdad. Lo he visto en sus ojos cuando me cuenta de su padre, en la manera en que me escucha, en cómo su mano buscaba la mía entre las ramas del árbol.

—No —admito al fin, derrotada—. No lo creo.

—Entonces no huyas —dice, y hay una vulnerabilidad en su voz que no había oído antes. Esa vulnerabilidad es más persuasiva que cualquier promesa grandilocuente—. No te alejes antes de que hayamos descubierto qué es.

Pero el miedo es un animal viejo y astuto. Se enrosca alrededor de mis entrañas y aprieta. Necesito espacio. Necesito respirar sin su aroma a nieve y a madera, sin el magnetismo que emana de él y que me tira como la luna a la marea.

—Necesito un momento —digo, retrocediendo otro paso—. Solo… un momento.

Veo cómo su rostro se cierra, solo un poco. La confusión nubla sus ojos grises, seguida de una comprensión resignada. Él, que conoce el instinto de huida mejor que nadie, lo reconoce en mí.

—Clara…

—Solo un momento —repito.
Y antes de que pueda decir algo más, algo que me haga quedarme, me doy la vuelta y camino. No corro, no huyo despavorida. Solo me alejo, dejando una nueva hilera de huellas en la nieve, paralela a la que hicimos juntos, pero separada.

Siento su mirada en mi espalda, pesada como la nieve sobre las ramas. No me sigue. Respeta mi petición. Y eso, esa respetuosa distancia, duele más que si me hubiera agarrado del brazo para retenerme.

Me detengo a cierta distancia, junto a un banco vacío. Me siento, el frío del metal traspasando mi abrigo. Observo cómo él se queda de pie junto al árbol, inmóvil, mirando el horizonte. La nieve cae suavemente sobre sus hombros, sobre su cabello oscuro. Parece una estatua de un invierno solitario.

Y yo, desde mi banco frío, lucho contra el deseo de correr de vuelta, de borrar la distancia que he creado, de refugiarme en el calor de su mirada y de su brazo. Pero el miedo es más fuerte. El miedo a que esto sea otro espejismo, otro corazón que se rompe cuando la magia de diciembre se apague.




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