Veinte días con él

Capítulo 11: Alguien del pasado

Clara

La distancia que puse en el parque se ha solidificado en un frío silencioso entre James y yo. Él no me escribe. Yo no lo busco. Los mensajes sobre la lista han cesado. Es como si el casi-beso y la confesión bajo el árbol hubieran abierto una compuerta de vulnerabilidad tan enorme que los dos hemos retrocedido asustados, cada uno a su lado del abismo.

Tía Bea nota la tensión, pero, sabiamente, no comenta nada. Solo me pasa más té y me recomienda libros deprimentes de autores rusos, diciendo que “a veces, sumergirse en la miseria ajena cura la propia”. No estoy segura de que funcione.

Trabajo en la librería, envuelta en el olor a papel y a quietud. La nieve se ha derretido, dejando Londres húmedo y sucio, más gris que nunca. El brillo navideño ahora me parece estridente, falso. Un recordatorio de que diciembre se acaba, y con él, la tregua mágica en la que creí estar.

Es en uno de estos días grises, mientras ordeno una pila de novedades junto a la ventana, cuando lo veo.

Mi corazón se detiene, y luego arranca a galopar con un ritmo enfermo y familiar.

Liam.

Está al otro lado de la calle, bajo la marquesina de una tienda, hablando por teléfono. Lleva el mismo abrigo de cuero oscuro, la misma forma arrogante de erguirse, los mismos gestos expansivos. Incluso desde aquí, puedo sentir la energía que lo rodea: intensa, absorbente, tóxica.

Un sudor frío me recorre la espalda. ¿Qué hace aquí? ¿En Londres? ¿En mi calle? No puede ser una coincidencia. La tía Bea no le diría dónde estoy. Pero Liam siempre tuvo sus formas, su encanto insistente y peligroso para obtener lo que quiere.

Me agacho detrás del mostrador, como si eso pudiera hacerme invisible. Mi respiración se acelera. Los flashes de nuestra última discusión, de las palabras afiladas, de la puerta cerrándose de golpe, regresan a mí en una oleada nauseabunda. Pensé que había dejado ese dolor atrás, en otro continente. Pero está aquí, en carne y hueso, empapado por la llovizna londinense.

Cuando me atrevo a mirar de nuevo, él ha terminado la llamada. Sus ojos escanean la calle y luego, como si una brújula interna lo guiara, se clavan en el escaparate de la librería. En mí.

Una sonrisa lenta, esa sonrisa que antes creí que era solo para mí, se extiende por su rostro. Levanta una mano en un saludo casual, como si nos hubiéramos citado. Como si los últimos meses de silencio y despedazamiento no hubieran existido.

Antes de que pueda reaccionar, empuja la puerta. La campanilla suena con un tintineo obscenamente alegre.

—Clara —dice, y su voz, esa voz que solía susurrar promesas en la oscuridad, me golpea como un puñetazo en el estómago—. Qué pequeño es el mundo.

Me incorporo, sintiendo cómo todas las fuerzas me abandonan. Intento que mi voz suene firme, pero sale como un hilo.

—Liam. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿No se puede visitar Londres en Navidad? —Se acerca al mostrador, mirándome con esa mirada evaluadora que solía hacer que me sintiera desnuda—. Pensé que quizás podríamos hablar. Arreglar las cosas.

—No hay nada que arreglar —digo, apretando los puños bajo el mostrador—. Lo dijimos todo.

—Dijiste cosas enfadada —corrige él, con una calma que me enfurece—. Yo he tenido tiempo para pensar. Para darme cuenta de mi error. —Extiende una mano, como para tocarme la cara, y yo retrocedo instintivamente. Su sonrisa se desvanece un poco—. Vamos, Clara. Lo nuestro era real. ¿Vas a tirarlo a la basura por una pelea?

—No fue una pelea —susurro, sintiendo cómo las lágrimas de rabia y frustración pican mis ojos—. Fue un final.

La puerta de la librería vuelve a abrirse, haciendo sonar la maldita campanilla. Un soplo de aire frío entra, y con él, una presencia que reconozco al instante, incluso antes de volverme.

James.

Debe de haber venido a buscar un libro, o tal vez… tal vez a buscarme a mí. Se queda congelado en el umbral, sus ojos grises pasando de mí, pálida y temblorosa detrás del mostrador, a Liam, cuya mano aún está suspendida en el aire cerca de mi rostro.

El mundo se detiene. Veo cómo la mirada de James procesa la escena: mi expresión angustiada, la proximidad de Liam, la intimidad forzada del gesto. Veo cómo sus ojos, que habían empezado a ablandarse para mí, se congelan en un instante. Se vuelven de piedra. Impenetrables.

—James —logro decir, pero mi voz es apenas un chillido.

Liam se gira, midiéndolo con una mirada rápida y competitiva.

—Hola. ¿Eres el dueño? Estábamos en medio de una conversación privada.

James no le contesta. Sus ojos están clavados en mí. Hay una pregunta en ellos, hiriente y clara: ¿Es este el miedo? ¿Es este el “algo grande” que te asustaba? ¿Él?

—No, él es… —empiezo, pero no sé cómo terminar.

James no espera a que termine. Da un paso atrás, un gesto minúsculo que es más elocuente que un portazo.

—Disculpen la interrupción —dice, con la voz plana y fría que usaba el primer día en la cafetería.

Da media vuelta y sale. La puerta se cierra tras él con un golpe seco que resuena en cada uno de mis huesos.

—¿Amigo tuyo? —pregunta Liam con un deje de desdén.

Me desplomo contra el estante trasero, sin aliento. No es la ira de Liam lo que me ha derribado. Es la retirada de James. La luz en sus ojos apagándose, sustituida por el hielo. La expresión de alguien que ha visto exactamente lo que esperaba ver: más complicaciones, más mentiras, más corazón roto.

Y lo peor es que no puede estar más equivocado, y no sé cómo decírselo sin arrastrar todo mi pasado ensangrentado a sus pies. Liam me mira, satisfecho, como si la partida ya estuviera ganada.

Pero la batalla ya no es por Liam. Nunca lo fue.

La batalla, ahora, es por no perder a James para siempre. Y acabo de cometer el error que más temía: herirlo con los restos del naufragio de mi vieja vida.




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