Veinte días con él

Capítulo 12: No sé cómo alejarme de ella

James

He cometido un error. Un error monumental, de proporciones épicas. Permití que alguien entrara. Bajo la excusa de una lista, de un experimento, dejé que Clara Whitmore desbaratara metódicamente todas mis defensas. Y ahora el precio a pagar está claro, y es exactamente el que temía desde el principio: un dolor renovado, más agudo por haber sido precedido de una esperanza estúpida.

La escena en la librería está grabada a fuego en mi mente. Ella, pálida como la cera, pero con los ojos brillantes —¿de lágrimas? ¿O de algo más?—, mirando a ese hombre. Ese hombre alto, seguro de sí mismo, con la mano extendida hacia su rostro en un gesto que hablaba de una intimidad antigua, posesiva. Él, Liam, supongo. El fantasma con nombre. El que la rompió. El que tiene la llave para volver a romperla.

Y ella… no lo apartó de inmediato. Retrocedió, sí, pero fue una reacción física, no una orden. No hubo un:

—¿Qué haces aquí?

Solo un:

—Vete

Sin un verdadero vete. Y luego, cuando yo aparecí, el pánico en sus ojos no fue por su presencia, sino por la mía. Porque yo había visto. Porque había interrumpido su conversación privada.

La palabra de él, privada, aún resuena en mis oídos. Me expulsó. A mí, que creí que estaba construyendo algo con ella, me convirtió en un intruso con una sola palabra.

Subo las escaleras de mi ático como si huyera, pero no hay escape. El árbol sigue allí, brillante y absurdo, un monumento a mi propia credulidad. Le arranco el enchufe de la pared con un tirón brusco. Las luces se apagan, dejando el abeto como un mero montón de madera muerta en un rincón. Así es como debe ser.

Me desplomo en el sofá y me quedo mirando el techo. El silencio, que antes era un aliado, ahora es un acusador. Me recuerda su risa aquí, su comentario sobre las hadas en las luces, el peso de su cuerpo cuando la sostuve en el hielo, la confesión que le hice junto a este mismo sofá. Le di mi dolor, pensando que era un intercambio. Que ella me daba el suyo a cambio.

Pero su dolor no es abstracto. Tiene forma, abrigo de cuero y una sonrisa segura. Y ella aún reacciona a él.

Estaba asustada, me dice una parte débil y tonta de mí. Viste su cara.

¿Y qué? Yo también tengo miedo. Todos tenemos miedo. El miedo no cambia los hechos. El hecho es que su pasado la alcanzó, y cuando lo hizo, yo pasé a ser una anécdota. El vecino con el que pasó un diciembre curioso. Un “respiro”, como llamó ella alguna vez al espacio entre una herida y la siguiente.

Eso es lo que soy. Un respiro. Un intermedio en la saga de Clara y Liam. El pensamiento es un veneno que se esparce por mis venas.

Mi teléfono vibra. Una notificación. No es ella. No lo será. No después de que yo me fuera así. Y no quiero que lo sea. Porque si escribe, tendré que decidir si contesto. Y si contesto, estaré demostrando que no he aprendido nada. Que dos años de protegerme no sirvieron de nada.

Me levanto y voy a la cocina. Preparo un café fuerte, amargo. Lo tomo de un trago, quemándome la lengua. El dolor físico es un alivio. Es simple. Tiene causa y efecto.

Salgo a correr por el embarcadero, bajo una llovizna helada que empapa mi ropa en minutos. Corro hasta que me duele el costado, hasta que el aire me quema los pulmones. Intento correr más rápido que la imagen de ellos dos juntos, más rápido que la sensación de su mano en mi brazo en Hyde Park antes de alejarse. Quizás se alejaba entonces porque ya sabía que él venía. Quizás todo esto, desde el chocolate derramado, fue solo un juego de espera.

No. No puedo pensar así. Es injusto. Para ella y para mí.

Pero es más seguro. La ira y la desconfianza son viejos amigos. Me han mantenido a salvo. La esperanza es lo que me ha destrozado una y otra vez.

Al regresar, empapado y exhausto, me detengo en el rellano del segundo piso. Su puerta está ahí. La puerta tras la que está ella, probablemente hablando por teléfono con él, arreglando sus cosas. Un nudo de algo feroz y oscuro se aprieta en mi garganta. Quiero llamar a esa puerta. Quiero preguntar. Quiero que me mire a los ojos y me diga que lo que vi no era lo que parecía.

Pero no lo haré. Porque tengo dignidad. Y porque tengo miedo de que la respuesta sea la que ya imagino.

Subo a mi ático. Me ducho con agua casi hirviendo. Me visto. Me siento en mi escritorio y abro el ordenador. El trabajo. Los números. Las adquisiciones. Un mundo donde las variables se controlan, donde las emociones son un ruido de fondo que se puede silenciar.

Pero no puedo concentrarme. Cada cifra en la pantalla se convierte en un día de la lista. Patinar. El mercado. La caminata. El árbol. Veinte cuadrados, la mitad de ellos llenos con su sonrisa, con su mirada, con pedazos de mí que le fui dando sin darme cuenta.

La extraño.

La extraño con una intensidad que me deja sin aliento. Extraño su torpeza, su forma poética de ver el mundo, la calma que traía al caos de mi cabeza. Extraño querer verla.

Y no sé cómo alejarme de ella. Porque cada intento de alejarme —ignorar sus posibles mensajes, evitar las escaleras a ciertas horas, apagar las luces del árbol— es solo un recordatorio más vívido de que está ahí abajo. De que la he dejado entrar, y ahora que quiero echarla, encuentro que se ha quedado pegada a las paredes, al silencio, al vacío de este diciembre que prometía ser diferente.

Cierro los ojos. La veo bajo la nieve, dudando.

—Me da miedo —dijo.

Quizás su miedo no era a lo que estábamos construyendo. Quizás era a esto. A que su pasado y mi desconfianza chocaran y la hicieran pedazos otra vez en medio.

Demasiados quizás. Demasiadas grietas por donde se cuela la duda.

Decido lo único que me queda: nada. No la buscaré. No la evitaré activamente. Solo… dejaré que el tiempo pase. Que diciembre llegue a su fin inevitable. Que ella tome su decisión, con Liam o sin él.




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