Clara
La pesadilla tiene la forma de Liam instalado en el sofá de la tía Bea, bebiendo su té como si el último año no hubiera pasado. Como si sus promesas rotas fueran solo migas que se pueden barrer bajo la alfombra. Lleva tres días en Londres. Tres días de llamadas, de mensajes, de aparecer «casualmente» donde yo estoy. Su presencia es una niebla tóxica que lo envuelve todo, incluso el aire que respiro en esta casa que había empezado a sentir como un refugio.
—Solo quiere hablar, cariño —dice tía Bea, pero su mirada es cautelosa. Ella ve a través de su encanto de feria—. Pero tú no tienes que escuchar nada que no quieras.
Eso es justo el problema. He estado escuchando. Escuchando sus disculpas ensayadas, sus «te he echado de menos», sus «nadie te entenderá como yo». Y cada palabra me deja más fría, más vacía. Porque comparo esa voz, que antes hacía latir mi corazón con ansiedad, con la voz grave y sincera de James contándome de su padre bajo la luz del árbol. Comparo la sonrisa calculada de Liam con la sonrisa rara y preciosa de James, la que transformaba todo su rostro.
No hay comparación.
Y mientras Liam habla, mi mente está a dos calles de distancia, en un ático silencioso. Pienso en James apartándose de mí en la librería, en sus ojos convirtiéndose en hielo. Pienso en que le he hecho daño. Le he dado una razón para cerrarse, justo cuando empezaba a abrirse. Por permitir que mi pasado, mi desastre, manchara lo nuestro.
Lo nuestro. Sí. Es nuestro. Lo que sea que sea, es mío y de James. No de Liam.
Hoy, Liam ha venido con planes.
—Hay una exposición en Tate Modern. O podríamos ir a ese mercado navideño que tanto te gusta, el del río…
—No —digo. La palabra sale clara, firme, cortando el aire como un cuchillo.
Él para en seco, la taza a medio camino de sus labios.
—¿Perdón?
Me levanto. Siento una calma extraña, la calma que viene después de la tormenta, cuando ya no hay nada que perder.
—He dicho que no, Liam. No a la exposición. No al mercado. No a hablar. No a todo.
Él baja la taza lentamente. Su sonrisa se desvanece, dejando al descubierto la irritación que siempre estuvo ahí, justo debajo.
—Clara, vamos. No seas infantil. Hemos tenido nuestros problemas, pero…
—Pero nada —lo interrumpo. Mi voz no tiembla—. Tú me rompiste. Con tus mentiras, con tu egoísmo. Y viniste aquí esperando encontrar a la misma chica insegura que dejaste atrás. Pero no estoy aquí. Me quedé en Nueva York, en los pedazos que dejaste.
Se pone de pie, acercándose. Es un intento de dominar el espacio, de intimidar. Antes funcionaba. Hoy no.
—¿Es por ese tipo de la librería? —pregunta, con desdén—. ¿El vecino? Por favor, Clara. Es un capricho de diciembre. Algo para pasar el rato mientras estás lejos de casa.
Esa es la gota que colma el vaso. Porque lo que siento por James no es un capricho. Es la cosa más real y sólida que he tenido en mis manos en años. Es madera noble, no plástico brillante como lo que Liam ofrece.
—Sal de aquí, Liam —digo, señalando la puerta—. Vuelve a tu vida. No hay nada para ti aquí. Ni ahora, ni nunca.
Su rostro se contrae en una mueca de rabia genuina. Por un segundo, veo al hombre que me gritó, que me hizo sentir pequeña. Pero ya no tengo miedo de ese hombre. Le tengo más miedo a perder la posibilidad de otra cosa, de algo bueno y verdadero, por su culpa.
—Estás cometiendo un error —sisea.
—El único error que cometí fue no echarte antes.
Se queda mirándome, como si no reconociera a la persona frente a él. Tal vez no la reconoce. Esta Clara, la que pone límites, la que elige, es nueva. Es más fuerte. Y nació, en parte, entre mercados iluminados y risas en el hielo y la quietud compartida de un ático.
Da media vuelta y se marcha. La puerta se cierra tras él con un golpe final. Un alivio inmenso, no alegre, sino profundo, me inunda. Es como sacar una astilla envenenada que llevaba meses clavada.
Pero el trabajo no está terminado.
Salgo a la calle sin ponerme bien el abrigo. La llovizna fría me golpea la cara, pero no me detiene. Camino rápido, mis pasos guiados por una certeza que brota de lo más hondo de mi ser. Sé dónde encontrarlo. O, al menos, dónde empezar a buscar.
Llego al Puente de Westminster sin aliento, el corazón martilleándome las costillas. La luz del atardecer es débil, tiñendo el Támesis de un color plomizo y dorado. Y allí, de pie contra la barandilla, mirando hacia las agujas del Parlamento, está él.
James.
Su espalda es una línea rígida de resistencia. Parece parte del paisaje urbano, otra estatua más de melancolía londinense. El dolor de verlo así, tan lejano, me arranca un jadeo.
Me acerco. El ruido de mis pasos se pierde en el viento y el tráfico, pero él parece sentir mi presencia. Se vuelve lentamente. Sus ojos grises me encuentran, y no hay sorpresa. Solo un cansancio infinito y, detrás, ese muro de hielo que tanto me costó derretir y que ahora está reconstruido, más alto que nunca.
—Clara. —Mi nombre suena a despedida.
—James, por favor, escúchame.
—No es necesario. —Da media vuelta, como si fuera a marcharse.
—¡Sí lo es! —digo, y el grito se me escapa, cargado de toda mi desesperación.
Corro los pocos pasos que nos separan y me pongo frente a él, bloqueando su camino. La lluvia empieza a mojarme el pelo, a pegarme los mechones a la cara.
—Lo que viste… no era lo que parecía.
—No tengo derecho a juzgar lo que es o no es —dice, pero su voz está llena de amargura—. Tú tienes tu vida. Tu pasado. Yo fui… un entretenimiento. Lo entiendo.
—¡No lo entiendes! —le grito, y las lágrimas que había contenido desde la librería estallan, mezclándose con la lluvia—. Liam apareció, sí. Y me asusté. Me asusté porque su presencia me recordó todo lo que duele, todo de lo que huí. Pero cuando te vi a ti marcharte… ese fue el verdadero miedo, James. El miedo a perderte a ti.