James
La lluvia cae sobre nosotros en el puente, pero ya no la siento como un castigo. Se siente como una purga, lavando la amargura, el malentendido, el miedo. Su frente está fría contra la mía, sus lágrimas se mezclan con el agua que corre por sus mejillas. Y sus palabras —Decido por mí. Y por ti.— se clavan en el centro de mi pecho, no como dagas, sino como clavos que sujetan algo que se estaba desmoronando.
Siempre. Se lo he dicho. Desde el momento en que derramaste ese chocolate sobre mí, te he querido. Y es la verdad más enorme y aterradora que he pronunciado en años. No fue un flechazo: fue una semilla plantada en el terreno congelado de diciembre, que insistió en brotar contra todo pronóstico.
La retiro un poco para mirarla. Sus ojos miel están inundados, rojos del llanto, pero claros. Ya no hay niebla de confusión, solo certeza. La certeza con la que dijo «sal de aquí» a Liam. La certeza con la que me buscó bajo la lluvia. Esa fuerza nueva en ella me desarma por completo.
Aún estoy dolido. La imagen de él en la librería, su mano cerca de su cara, todavía quema. Pero ahora veo la escena completa: su pánico no era por reavivar un amor, sino por el choque brutal entre un pasado doloroso y un presente frágil. Por miedo a perderme. El mismo miedo que me paralizó a mí.
—Estás temblando —murmuro.
Lo está. De frío, de emoción, de agotamiento. Ella asiente, sin poder hablar. Le quito mi abrigo, ya empapado, y se lo envuelvo sobre los hombros. Es demasiado grande para ella, la cubre por completo, y el gesto me produce un dolor dulce. La protejo. Es lo que quiero hacer. Siempre.
—Vamos —digo, tomando su mano—. No podemos quedarnos aquí.
La llevo. No a mi ático, no aún. Es demasiado pronto, demasiado cargado de recuerdos recientes de silencio y árboles apagados. En su lugar, entro en el primer sitio cálido que encontramos: un pequeño hotel antiguo cerca de Victoria, con una sala de té desierta a esta hora. El conserje nos mira, empapados y desaliñados, pero no dice nada cuando pido una mesa en el rincón más apartado.
Nos sentamos. Ella se encoge dentro de mi abrigo, como un pájaro mojado. Pido dos tés calientes, y cuando llegan, ella envuelve sus manos alrededor de la taza, buscando el calor. La observo. La forma en que sus pestañas están pegadas por la lluvia, la determinación que persiste en la línea de su mandíbula a pesar del cansancio.
—Lo siento —dice al fin, sin levantar la vista de la taza—. Por no haberlo solucionado antes. Por haberte hecho sentir que eras una opción.
—No tienes que disculparte por tu pasado —digo, aunque duele admitirlo—. Solo tienes que decidir qué haces con él. Y hoy… lo decidiste.
Ella alza la mirada.
—¿Y tú? ¿Decides darme otra oportunidad a esto? ¿A… nosotros?
La pregunta es justa. Necesaria. Yo, que vivo de evaluar riesgos, de calcular probabilidades, me enfrento al cálculo más importante. El riesgo: que me rompa el corazón. La probabilidad: alta, siempre es alta cuando amas a alguien. La recompensa…
La miro a los ojos. La recompensa está allí, en la vulnerabilidad valiente, en la promesa de su sonrisa, en la forma en que hizo que un diciembre que siempre duele empezara a sentir… distinto.
—No es darte una oportunidad a ti, Clara —digo con suavidad—. Es darnos una oportunidad a nosotros. Y a mí. A creer que no todo lo que empieza en diciembre tiene que terminar mal.
Un temblor recorre su cuerpo, pero esta vez no es de frío. Una lágrima nueva se desliza, pero cae con una sonrisa.
—Quiero creerlo.
—Entonces lo intentamos —digo, y las palabras son un pacto. Frágil, nuevo, pero real—. Pero sin miedo. O con miedo, pero haciéndolo de todos modos.
Ella asiente, enérgicamente.
—De todos modos.
Extiende su mano sobre la mesa, palma arriba. Una oferta. Un puente. Miro su mano, pequeña, con las uñas cortas, la piel aún un poco pálida por el frío. Y entonces pongo la mía sobre ella. Nuestros dedos se entrelazan. Es un contacto simple, pero es el primero que buscamos desde que todo se torció. Sella algo. Calma la última vibración de duda en mi pecho.
—Tu abrigo está perdido —dice ella después de un momento, mirando la prenda arrugada y empapada que lleva.
—No importa —respondo.
Y es verdad. Nada de eso importa. El abrigo, la lluvia, el malentendido. Solo importa este hilo cálido que va de su mano a la mía.
Pagamos el té y salimos. La lluvia ha amainado a un goteo fino. Camino con ella de vuelta hacia nuestro edificio, con nuestras manos aún entrelazadas. No hablamos mucho. No hace falta. El silencio ya no es frío ni vacío. Está lleno de entendimiento, del alivio compartido de haber sorteado un abismo.
En el vestíbulo, frente a las dos puertas —la de la Sra. Henderson y la que sube a mi ático— nos detenemos. Ella se quita mi abrigo y me lo devuelve, pesado y húmedo.
—Gracias —susurra.
Tomo el abrigo, pero con la otra mano le acaricio la mejilla.
—Descansa, Clara.
Ella se inclina hacia mi toque, cerrando los ojos un instante. Luego, se pone de puntillas y me da un beso en la mejilla. Es suave, rápido, un gesto de pura gratitud y cariño. Se retira, sus ojos brillando.
—Buenas noches, James.
—Buenas noches.
Subo las escaleras, pero no me siento como si me estuviera yendo. Me siento como si me estuviera llevando algo conmigo: la certeza de ella, la paz del pacto hecho.
Al entrar en mi ático, lo primero que hago es acercarme al árbol. Observo el enchufe, tirado en el suelo desde mi rabieta. Me agacho, lo recojo y lo conecto de nuevo.
Las luces parpadean una vez, titubean, y luego se encienden con un brillo constante, bañando la habitación en ese cálido resplandor que a ella le gustaba. No lo hago por mi padre, no exactamente. Lo hago por nosotros. Por la nueva memoria que quiero que se asocie a estas luces.
Me quito el abrigo empapado y me desplomo en el sofá, mirando el árbol. El dolor por mi padre sigue allí, un lugar familiar y respetado. Pero ya no ocupa todo el espacio. Hay un nuevo lugar, junto a él, que es solo para Clara. Para su risa, su torpeza, su valentía.