Veinte días con él

Capítulo 15: Covent Garden y sonrisas nuevas

Clara

El mundo tiene un nuevo color. O quizás es que mis ojos, después de semanas de mirar a través de una capa de hielo, finalmente se han descongelado. El gris de Londres ya no es un manto uniforme; es el fondo perfecto para hacer resaltar las luces doradas, el rojo de los autobuses, el verde intenso de los pinos en cada esquina. Y, sobre todo, para hacer resaltar a él.

James propuso «una primera cita oficial» con una solemnidad que hizo que me riera.

—Sin casi-besos interrumpidos, sin exnovios apareciendo, sin confesiones traumáticas bajo la lluvia —dijo—. Algo normal.

—¿Y qué es normal para James Ashford? —pregunté.

—Te lo mostraré.

Y así es como me encuentro caminando con él por Covent Garden en una tarde fría y despejada, con nuestras manos entrelazadas sobre la mesa de un café al aire libre, rodeados de la bulliciosa alegría navideña que antes me abrumaba y que ahora… me envuelve.

Esto sí es normal. Maravillosamente, alegremente normal. Nuestros dedos encajan a la perfección. Es un contacto constante, una confirmación tácita de que lo de ayer en el puente no fue un sueño. De que él está aquí, y yo estoy aquí, y estamos aquí.

—¿Churros o mulled wine? —pregunta, señalando los puestos cercanos.

—¿Por qué elegir? —respondo con una sonrisa.

Él ríe. Es una risa fácil, suelta, que le llega a los ojos y los hace brillar. Cada vez que lo hace, siento una pequeña victoria. He visto a James Ashford sonreír, pero esta risa… esta es nueva. Es para mí, para este momento, para esta «normalidad» que hemos creado.

Compramos ambas cosas. Los churros están calientes y azucarados, y el mulled wine huele a canela y naranja y promesas. Caminamos entre las multitudes, mirando los puestos de artesanías, los músicos callejeros tocando villancicos con un toque de jazz. Una niña pequeña, con un gorro de Papá Noel que le cubre las orejas, nos mira y luego se esconde sonriente detrás de las piernas de su madre.

—Te dan ganas de sonreír —dice James, observándola.

—¿A ti? —pregunto, sorprendida. El James que conocí el primer día no parecía el tipo al que los niños le provocaran sonrisas.

Él se encoge de hombros, un gesto despreocupado que tampoco le había visto antes.

—Últimamente, muchas cosas me dan ganas de sonreír.

Sus palabras me calientan más que el vino. Me aprieta la mano, y yo le devuelvo la presión.

Hablamos de nada y de todo. De lo hortera que es el suéter navideño de un hombre que pasa por ahí, de qué libro estoy leyendo en la librería, de lo mucho que odia su jefe una de las vendedoras del puesto de velas. Son conversaciones ligeras, sin peso, que fluyen como el aire entre nosotros. No hay sombras, no hay fantasmas. Solo el presente, brillante y compartido.

En una tienda llena de adornos extravagantes, probamos sombreros ridículos frente a un espejo. Él se pone uno con un reno que tiene una nariz que se ilumina. Yo elijo una corona de duendecillos verdes que titilan. Nos miramos en el reflejo y nos reímos hasta que nos duele el estómago. James saca su teléfono y toma una foto rápida, robada, de los dos con los sombreros. Mi sonrisa en esa imagen es la más amplia, la más despreocupada que he visto en años.

—Para el álbum de la lista —dice, guardando el teléfono.

Pero su mirada dice que es para algo más. Es para recordar este momento, este día en el que todo empezó de nuevo, pero mejor.

Cuando anochece, las luces de Covent Garden se encienden con una intensidad mágica. Una enorme corona de muérdago iluminada cuelga sobre la plaza, y los villancicos de un coro llenan el aire con armonías perfectas. Nos detenemos a escuchar, rodeados por otras parejas, por familias, por el tejido humano de la ciudad en festividad.

Ya no soy un espectro entre ellos. Soy parte de esto. Con James a mi lado, su mano firme en la mía, pertenezco a este instante, a esta alegría colectiva.

Me giro hacia él. Su perfil está iluminado por las luces de colores, serio y hermoso. Siente mi mirada y se vuelve. Nuestros ojos se encuentran, y en los suyos ya no hay duda, ni distancia, ni miedo. Hay calma. Hay… felicidad. Esa palabra que había olvidado.

—Gracias —digo, porque no encuentro otras palabras para todo lo que siento: por la paciencia, por la segunda oportunidad, por este día perfecto.

—No —dice él, acercándose. Su voz es suave, solo para mí—. Gracias a ti. Por decidirte. Por buscarme bajo la lluvia.

El coro empieza a cantar Silent Night. La música, dulce y solemne, nos envuelve. James levanta nuestra mano entrelazada y la estudia por un momento, como si fuera la cosa más fascinante del mundo. Luego, lentamente, la lleva a sus labios y deposita un beso suave en mis nudillos. Es un gesto antiguo, caballeroso, que me hace derretirme por dentro.

—¿Sabes qué? —susurro.

—¿Qué?

—Que esta es mi Navidad favorita.

Él sonríe, esa sonrisa que ya es tan mía como la mía propia.

—Aún no es Navidad. Tenemos unos días más de lista.

—Entonces —digo, acercándome un poco más, sin soltarle la mano—, será mi diciembre favorito. Y el comienzo de algo que no quiero que acabe el 25.

Sus ojos grises se suavizan hasta casi parecer plata líquida.

—No tiene por qué acabar.

Y ahí está. La promesa no dicha pero entendida. Que esto, nosotros, no es un paréntesis estacional. Es un nuevo capítulo. Uno que empieza aquí, entre luces y villancicos y churros azucarados, con nuestras manos unidas sin miedo.

Caminamos de vuelta hacia el metro, y aunque el aire es más frío, yo no lo siento. Llevo su calor conmigo, en los dedos entrelazados con los suyos, en el recuerdo de su risa, en la promesa de todos los días que vienen después de que las luces se apaguen.

Por primera vez desde que llegué a Londres con el corazón hecho pedazos, no solo veo el brillo de la ciudad. Siento que brillo yo también. Y sé, con una certeza que brota de lo más profundo, que este es solo el principio. El principio de todo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.