James
La Navidad se acerca con la suavidad implacable de la nieve que cae otra vez, cubriendo Londres con un manto de silencio anticipado. Pero dentro de mí, ya no hay silencio. Hay un zumbido constante, una melodía baja y persistente que tiene el ritmo de su risa, el tono de su voz cuando dice mi nombre. Es Clara. Lo ha llenado todo, incluso los rincones más oscuros de diciembre, y ahora, con el día 25 a la vuelta de la esquina, me enfrento a un nuevo dilema: encontrar su regalo.
No puede ser cualquier cosa. No una de esas esferas elegantes de mi árbol, ni un libro caro de primera edición (aunque sé que le encantaría). Tiene que ser algo que signifique algo. Algo que le diga, sin palabras, todo lo que ella ha significado para mí en este mes que siempre dolió y que ahora… ahora siento diferente.
Recuerdo algo. Un comentario suyo el primer día que llegó, mientras tomábamos té con la tía Bea y ella intentaba no mirarme. Hablábamos de lo que había dejado atrás y ella, con esa mirada perdida que me partía el alma, dijo:
—Lo único que lamento no haber traído es mi colección de estrellas. Son solo baratijas, estrellitas de latón y cristal que coleccionaba de niña. Pero en la oscuridad, atrapaban un poco de luz.
Lo dijo como una confesión insignificante, como si se avergonzara de su propio sentimentalismo.
En la oscuridad, atrapaban un poco de luz.
Esa frase se me ha quedado grabada. Porque ella fue eso para mí. Una coleccionista de estrellas de latón que llegó a mi diciembre más oscuro y, sin intentarlo, atrapó toda la luz que pudo y me la devolvió.
Tengo que encontrarle una estrella. Pero no una de latón. Algo más. Algo que combine su poesía con una promesa.
Paso la mañana del 23 en el distrito de Hatton Garden, entre joyerías antiguas y talleres discretos. No busco diamantes grandes ni piedras llamativas. Busco algo único. Finalmente, en una tienda minúscula atendida por un anciano con una lupa en el ojo, lo encuentro.
Es un colgante. Una estrella pequeña, delicada, hecha no de oro amarillo brillante, sino de oro blanco mate, que brilla con una luz suave, íntima. En el centro, incrustado con una precisión de relojero, hay un fragmento de lo que el joyero llama «vidrio de estrella»: un cristal azul muy oscuro, casi negro, que contiene diminutas partículas de mica que capturan la luz y la devuelven en destellos tenues, como un cielo estrellado en miniatura.
—Es para alguien especial —digo, sin poder apartar los ojos de la joya.
El anciano asiente, sonriendo con comprensión.
—Para alguien que brilla en la oscuridad —dice.
Es como si hubiera leído mi mente.
Es perfecto. No es ostentoso. Es íntimo, poético, resistente. Como ella. Lo envuelve en una caja de terciopelo azul oscuro, del color de la noche invernal.
Mientras camino de vuelta a casa, con la pequeña caja pesando en el bolsillo de mi abrigo como un secreto dulce, pienso en todo lo demás. He organizado una cena para Nochebuena en mi ático. Solo nosotros. Le he pedido a mi madre que enviara la receta del ponche de frutas que hacía mi padre —mi primer gesto consciente para asociar un recuerdo feliz suyo con esta nueva alegría—. He comprado velas. He planeado todo.
Pero este regalo es el centro de todo. Es la palabra que no he dicho aún, pero que siento creciendo dentro de mí cada vez que la veo. No es «te quiero», todavía es pronto para eso, aunque la verdad de esas palabras está ahí, latente. Es algo más: «Eres mi luz». «Me encontraste en la oscuridad». «Gracias».
Llego al edificio y, en el vestíbulo, me encuentro con la tía Bea, que sale cargada de bolsas de la compra.
—¡James! Justo el hombre que necesito ver —dice con una sonrisa cálida y un poco traviesa—. Clara está arriba, terminando de envolver unos regalos. Pero quería preguntarte… para mañana, en la cena, ¿crees que le gustará el soufflé de queso? Es la única receta navideña que no he logrado estropear.
Asiento, tocando inconscientemente la caja en mi bolsillo.
—A Clara le gustará cualquier cosa que hagas, Beatrice. Pero el soufflé suena perfecto.
Ella me mira con esa perspicacia que tienen las personas que han visto mucho amor.
—Ella brilla de una manera distinta desde que estás tú, ¿sabes?
Sus palabras me dan un vuelco en el corazón.
—Ella me hace brillar a mí también —confieso.
Y es la verdad más simple y profunda.
Subo a mi ático y coloco la cajita azul con cuidado bajo el árbol, entre los otros paquetes más grandes. Se ve pequeña, insignificante. Pero sé que no lo es.
Me quedo de pie ante la ventana, mirando cómo la tarde se oscurece sobre los tejados londinenses. Pienso en ella. En sus manos manchadas de tinta de la librería, en su determinación bajo la lluvia, en la forma en que se aferró a mi mano en Covent Garden como si fuera el ancla más segura del mundo.
He pasado años construyendo una vida de orden, de control, de evitar riesgos emocionales. Y entonces llegó ella, una tormenta de torpeza y ternura y valentía, y lo barrió todo. No para dejarlo destruido, sino para dejar espacio a algo nuevo. Algo mejor.
El regalo perfecto no es la joya. La joya es solo un símbolo. El regalo perfecto, el que ya me ha dado ella sin saberlo, es este diciembre transformado. Es la paz que siento al recordar a mi padre ahora, no solo con dolor, sino también con el deseo de honrar su amor por estas fechas. Es la anticipación del mañana, de ver su cara al abrir la cajita azul.
Es la certeza, creciendo dentro de mí como las luces del árbol en la penumbra, de que esto no termina en Navidad. Esto, con ella, acaba de empezar.
Y por primera vez en mucho, mucho tiempo, no tengo miedo de lo que viene después. Tengo ganas.