Veinte días con él

Capítulo 17: Nochebuena en familia

Clara

El nerviosismo es un pequeño pájaro aleteando dentro de mi pecho. No es el miedo de antes, no es ansiedad. Es la anticipación pura, dulce, de alguien que espera algo bueno y está segura de que va a ocurrir. Estoy en la cocina de la tía Bea, ayudándole —o más bien, estorbándole— con los últimos detalles para la cena. El olor a pollo asado con romero y a bizcocho de especias llena el aire, pero yo estoy pendiente del reloj, contando los minutos para las siete.

Para cuando él llegue.

—Deja de mirar el reloj, cariño —dice tía Bea, pasando a mi lado con una bandeja de canapés—. No va a llegar tarde. Un hombre que planifica listas de veinte días no llega tarde a una cena.

Tiene razón. James no llega tarde. A las siete en punto, suena el timbre. El pájaro de mi pecho da un vuelco. Me seco las manos en el delantal y corro a abrir la puerta, aunque tía Bea me lanza una mirada de «tranquila, mujer».

Y allí está. En el umbral, con un fino jersey gris debajo de su abrigo, el cabello un poco revuelto por el viento frío, y en sus manos, un ramo de flores de pascua rojas y una botella de vino. Pero lo que me detiene son sus ojos. Esos ojos grises que ya no son una fortaleza inexpugnable, sino la puerta de entrada a todo lo que siento. Me miran y se suavizan al instante, iluminándose con una calidez que es solo para mí.

—Hola —dice, y esa sola palabra me envuelve como un abrazo.

—Hola —susurro, tomando las flores. Nuestras manos se rozan—. Pasa.

La cena no es en el ático, como él había planeado inicialmente. Tía Bea insistió:

—¡La primera Nochebuena juntos es en familia, y la familia es aquí abajo!

Y ahora, viendo la mesa dispuesta con el mantel de hilo antiguo, las velas encendidas, y a James ayudando a mi tía a servir el vino mientras discuten amablemente sobre la mejor temperatura para el tinto, sé que ella tenía razón.

Esto es familia. No la sangre, sino el calor. La conexión.

Nos sentamos. Tía Bea brinda:

—Por los reencuentros, por los nuevos comienzos, y por que el soufflé no se desinfle.

Reímos. Y entonces empieza una de las noches más mágicas de mi vida. Comemos. Hablamos. Tía Bea cuenta historias embarazosas de mi infancia —la vez que intenté teñirme el pelo de verde con pintura— y James las escucha con genuino deleite, riendo en los momentos adecuados, lanzándome miradas divertidas que me hacen sonrojar y reír a la vez.

Él, a su vez, habla de su madre, de cómo le envió la receta del ponche que ahora bebemos —espeso, dulce, lleno de frutas— y que era la especialidad de su padre. Lo menciona con naturalidad, sin ese peso de dolor que solía arrastrar. Es un recuerdo compartido, no una herida guardada. Es un progreso. Un milagro, quizás.

La conversación fluye sin esfuerzo, como si los tres lleváramos años haciéndolo. James le pregunta a Bea por sus viajes de juventud, y ella se explaya contando anécdotas de un viaje a Marruecos en los años ochenta que lo tiene a él completamente absorto. Yo los miro, a los dos, y un sentimiento de pertenencia tan profundo me invade que casi me ahoga. Esto es lo que quería. Esto es lo que creía perdido: un lugar donde encajar, donde ser yo misma, completa, sin recortes.

Después del postre —un pudding de Navidad que Bea prende con brandy, provocando una llamarada azul que nos hace gritar de alegría—, James se levanta.

—Tengo algo —dice, con un tono solemne y suave.

Va al recibidor y vuelve con un paquete plano y rectangular, elegantemente envuelto.

—Beatrice, esto es para usted. Un pequeño agradecimiento por… por todo.

Mi tía abre el paquete con dedos sorprendidos. Dentro hay un libro de tapas de cuero: una primera edición de A Christmas Carol de Dickens. Sé, por los ojos que se le llenan de lágrimas a Bea y por el brillo de orgullo contenido en los de James, que es algo muy especial, muy pensado.

—James, es… es precioso —dice Bea, con la voz quebrada.

Se levanta y lo abraza.

—Gracias.

Luego, James se vuelve hacia mí. En sus manos no hay otro paquete, pero su mirada lo dice todo. Hay un regalo para mí, pero no aquí. Es para más tarde, para cuando estemos solos. Y la promesa en sus ojos me asegura que vale la pena esperar.

La velada continúa con más vino, con villancicos que tarareamos mal —James tiene un tono pésimo, lo que lo hace aún más adorable— y con risas que llenan cada rincón de la acogedora casa de Bea. Miro a mi alrededor: la cocina caldeada, la cara feliz de mi tía, la mano de James buscando la mía bajo la mesa y entrelazando nuestros dedos con naturalidad.

Me siento, por primera vez en mucho tiempo, en paz. La ruptura con Liam, la huida a Londres, la tristeza… todo parece pertenecer a otra vida. Una vida de antes. Esta, la de ahora, la de esta mesa, estas risas, esta mano cálida en la mía, es la vida de después.

Y es más brillante, más sólida y más real de lo que nunca imaginé. La Navidad que creía perdida no solo me encontró: se sentó a mi mesa, me tomó de la mano y me hizo sentir que, por fin, había llegado a casa.




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