Veinte días con él

Capítulo 18: Bajo el muérdago, finalmente

James

El corazón me late con un ritmo nuevo, un ritmo que se ha ido afinando desde que Clara entró en mi vida. Es un latido constante, fuerte, lleno de anticipación, no de temor. La cena ha terminado, y Beatrice, con una mirada cómplice y un bostezo exagerado, nos ha «invitado» a subir a mi ático para que yo le enseñe a Clara «esa vista nocturna de la que tanto hablas». Sabemos lo que significa. Es su bendición, discretamente envuelta en una excusa.

Ahora estamos aquí, en el silencio acogedor de mi salón. Las luces del árbol son la única iluminación, proyectando sombras danzantes sobre las paredes. El aire aún conserva el tenue aroma a cena y a vino, mezclado con el pino y la cera de las velas que he encendido. Clara está de pie junto al árbol, alisando las agujas de una rama baja con la yema del dedo. Lleva puesto el vestido verde oscuro que se puso para la cena, y la luz suave la rodea con un halo dorado.

Es tan hermosa que me quita el aliento.

—Tu tía es una estratega formidable —digo, acercándome. Mi voz suena más grave de lo habitual.

Ella se vuelve y me sonríe, una sonrisa que llega hasta sus ojos y los hace brillar como el ámbar.

—Lo sé. Es peor que un general.

Nos quedamos mirándonos. La música de los villancicos de la calle, lejana y distorsionada por el viento, llega hasta nosotros como un susurro. Todo lo que hemos pasado —el chocolate, el hielo, la lluvia, las dudas, las confesiones— parece condensarse en este momento quieto y perfecto.

—Tengo algo para ti —digo, rompiendo el hechizo del silencio.

Me acerco al árbol y busco entre los paquetes la pequeña caja de terciopelo azul. Al tocarla, siento un nerviosismo que no he sentido desde que era un niño. Quiero que le guste. Necesito que entienda lo que significa.

Se la entrego. Ella la sostiene, mirándola con un asombro suave.

—James… ya me diste la mejor noche.

—Ábrela —susurro.

Con dedos cuidadosos, levanta la tapa. Sus ojos se agrandan cuando ve la estrella de oro blanco acostada sobre el terciopelo. La luz del árbol atrapa el fragmento de «vidrio de estrella» en el centro y, por un momento, brilla con un destello azul profundo.

—Oh… —exhala, llena de pura maravilla.

Saca con cuidado el colgante, dejando que la cadena fina se deslice entre sus dedos.

—Es… es la cosa más bonita que he visto.

—Es para la coleccionista de estrellas —digo, con la voz apretada por la emoción—. Para que nunca le falte un poco de luz.

Ella alza la mirada hacia mí, con los ojos brillantes.

—¿Te acordaste? ¿De lo que dije el primer día?

—Me acuerdo de todo lo que dices.

Una lágrima se desliza por su mejilla, pero es de felicidad. Me pasa el colgante.

—¿Me lo pones?

Me coloco detrás de ella. Muevo su suave cabello hacia un lado, exponiendo la nuca. Mis dedos, que suelen ser tan seguros con informes y llaves, tiemblan un poco al abrir el broche. Lo cierro. La estrella cae en el hueco de su clavícula, perfecta sobre el verde oscuro de su vestido. Como si hubiera estado ahí desde siempre.

Ella se vuelve y la toca con la punta de los dedos.

—Se siente… como si fuera mía desde siempre.

—Lo es.

El silencio se espesa, lleno de electricidad. Mis ojos bajan a sus labios. Ya no hay miedo, ni dudas. Solo el impulso perfecto del momento.

—James… —susurra ella.

Es entonces cuando, por casualidad, miro hacia arriba y lo veo. Allí, en el marco de la puerta del dormitorio, cuelga una ramita de muérdago con una cinta roja. Beatrice. Por supuesto.

Una sonrisa lenta me cruza los labios.

—Mira.

Clara sigue mi mirada y ríe.

—Esa mujer…

—Es ahora o nunca —digo, seguro.

—Ahora —responde ella sin vacilar.

Cierro la distancia entre nosotros. Mis manos suben a su rostro. Ella posa las suyas sobre mi pecho. Nos miramos, y en sus ojos veo el reflejo del árbol, de mí, de todo lo que podríamos ser.

Me inclino. Ella se alza.

Y finalmente, después de tantos casi y tantas esperas, nuestros labios se encuentran.

No es un beso desesperado. Es lento. Deliberado. Seguro. La culminación de cada mirada, cada risa ahogada, cada verdad confesada. Sus labios son más suaves de lo que imaginé y ceden con una dulzura que me vuela la cabeza. Un suspiro tembloroso se mezcla con mi respiración.

La beso como si memorizara su sabor. Enredo una mano en su cabello, mientras la otra la atrae más contra mí. Ella responde rodeándome el cuello, aferrándose a mí como si yo fuera su ancla.

El mundo desaparece. Solo existimos nosotros, bajo el muérdago, en este círculo de luz cálida.

Cuando nos separamos apenas, nuestras frentes se tocan.

—Por fin —susurro, ronco.

Ella sonríe, radiante.

—Por fin.

Y la vuelvo a besar. Porque ahora puedo. Porque ya no hay interrupciones, ni miedos, ni sombras.

Solo ella.

Solo esto.

Solo el comienzo de todo.




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