Veinte días con él

Capítulo 19: Elegirte a ti

Clara

Sus labios aún me hormiguean. El sabor de él —a vino tinto, a especias navideñas, a pura verdad— está impreso en los míos como la promesa más dulce. Nos hemos separado solo lo suficiente para respirar, pero nuestros cuerpos permanecen entrelazados bajo el muérdago, en el círculo de luz del árbol. Su frente apoyada en la mía, sus manos en mi cintura, las mías ancladas en sus hombros. El colgante con la estrella presiona suavemente mi piel, un recordatorio tangible de su regalo, de sus palabras. Para la coleccionista de estrellas.

—James —susurro, porque su nombre es lo único que tiene sentido en este momento.

—Clara —responde él, y mi nombre en su boca suena a hogar.

Nos apartamos un poco más, solo para poder mirarnos. Sus ojos grises, a esta distancia, son un universo de plata y sombras. Ya no son inescrutables. En ellos puedo leer todo: el deseo, la ternura, la vulnerabilidad que me ha confiado. Y algo más, algo profundo y quieto que me hace temblar por dentro.

Le acaricio la mejilla, sintiendo el leve rastro de barba bajo mis dedos.

—¿Sabes lo que hiciste? —pregunto en un hilo de voz.

Él inclina la cabeza, esperando.

—Me devolviste la ilusión —confieso. Las palabras salen torpes, pequeñas ante la magnitud de lo que siento—. Cuando llegué aquí, creía que esa parte de mí —la que se emocionaba con las luces, la que creía en los finales felices— estaba rota para siempre. Que Liam se la había llevado. Pero tú… con tu lista ridícula, y tu seriedad, y la forma en que me mirabas como si fuera algo precioso y no un desastre… tú la encontraste. La sacaste a la luz y la hiciste brillar de nuevo.

Sus ojos se cierran un instante, como si mis palabras fueran un impacto físico, dulce y abrumador. Cuando los abre, están brillantes.

—Clara…

—No —le tapo suavemente los labios con mis dedos—. Déjame terminar. Necesito que lo entiendas. Necesito que sepas la magnitud de lo que has hecho. Tú me enseñaste que incluso un corazón hecho pedazos puede volver a latir. Que se puede sentir miedo y avanzar de todos modos. Me enseñaste a confiar. En ti. Y en mí.

Sus manos se tensan en mi cintura, atrayéndome un centímetro más cerca. La intensidad de su mirada es casi insoportable.

—Y tú —dice él, con la voz grave y cargada de emoción— fuiste mi luz en un mes que siempre me dolió. Desde que perdí a mi padre, diciembre fue solo un vacío frío que tenía que atravesar. Un recordatorio de lo que ya no estaba. Y entonces apareciste tú. Derramando chocolate, tropezando en el hielo, viendo hadas en las luces… iluminando cada rincón oscuro que yo había aceptado como mi normalidad.

Una lágrima cae por mi mejilla y él la atrapa con el pulgar.

—No me curaste —continúa—. El dolor por él sigue ahí. Pero le diste contexto. Le diste un contrapunto. Me diste algo bueno que celebrar en medio del recuerdo. Fuiste… el milagro que nunca pedí, pero que necesitaba desesperadamente.

—James… —mi voz se quiebra.

—Elegirte a ti —susurra, acercando sus labios a mi oreja— no fue una elección. Fue la única opción posible desde el momento en que te vi. Y elegirme a mí mismo, al hombre que podía ser feliz otra vez… eso también fue por ti.

No puedo contenerlo más. Un sollozo, mitad risa, mitad llanto, me escapa del pecho. Entonces él me abraza, con una fuerza que me deja sin aire, pero es el abrazo más seguro, más completo que he sentido en mi vida. Hundo la cara en el hueco de su cuello, respirando su esencia, sintiendo el latido acelerado de su corazón contra el mío. Sus brazos me rodean como murallas, como un refugio.

Nos quedamos así, bajo el muérdago, abrazados durante un tiempo que no se mide en minutos. Es el abrazo del naufragio que termina, de la tormenta que amaina, de dos personas que se encuentran en la orilla, maltrechas pero intactas, y más fuertes juntas.

—Te quiero —susurro contra su piel. Las palabras salen solas, sin permiso, pero tan ciertas que no podría detenerlas aunque quisiera.

Él se tensa un segundo, y luego se relaja, hundiéndose más en el abrazo. Su boca se posa en mi pelo.

—Yo también te quiero, Clara —murmura, y la vibración de su voz recorre todo mi ser—. Más de lo que creí que podía volver a querer a alguien.

Nos separamos solo lo suficiente para besarnos de nuevo. Este beso es distinto. No es de descubrimiento ni de pasión contenida. Es de pertenencia. Un sello. Un «sí» dicho con los labios, con las manos, con el alma.

Cuando termina, nos quedamos mirándonos, sonriendo como tontos. La felicidad es una cosa física, cálida, expansiva en mi pecho.

—¿Y ahora qué? —pregunto, aunque ya sé la respuesta. La siento en su mano que no suelta la mía, en la estrella que llevo colgada, en el futuro que se abre brillante ante nosotros.

Él sonríe, esa sonrisa que ya es mi tesoro.

—Ahora seguimos —dice, llevando mi mano a sus labios—. Sin lista. Sin plazos. Solo nosotros. ¿Te parece bien?

Asiento, porque no podría ser de otra forma. Porque al elegirlo a él, me he elegido a mí misma. A la versión de mí que es valiente, que confía, que brilla.

—Me parece perfecto.




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