Veinte días con él

Capítulo 20: Una Navidad para recordar

James

La mañana del 25 de diciembre amanece clara y fría, con un cielo de un azul pálido y gélido que parece recién lavado. No hay prisa. No hay planes más allá de nosotros. Clara duerme a mi lado, su respiración tranquila, un mechón de su cabello rubio oscuro sobre mi almohada. La pequeña estrella de oro blanco descansa sobre su clavícula, subiendo y bajando con cada suspiro. La miro y una paz tan profunda me invade que casi duele. Es la paz de quien ha dejado de luchar contra la marea y ha aprendido, en cambio, a flotar.

Nos levantamos tarde, compartimos un desayuno de café y restos de pudding en mi cocina, riéndonos de lo poco festivo que es. Luego, intercambiamos regalos bajo el árbol. El mío para ella ya lo ha recibido, pero tengo otro, más pequeño: un libro de cuentos de hadas victorianos que encontré en la misma librería donde trabajaba, subrayado por lectores anónimos.

—Para que sigas creyendo en la magia —digo.

Ella me besa, con sabor a café y felicidad.

Luego, ella me da un paquete plano y rectangular.

—No es una estrella —dice, con un brillo travieso en los ojos—, pero espero que signifique algo.

Lo abro. Y me quedo sin aliento.

Es un libro. Pero no uno cualquiera. Es una primera edición, en buen estado, de El hombre que fue jueves de G. K. Chesterton. Un ejemplar que llevaba años buscando, sin éxito, para la colección que inició mi padre. Se lo mencioné una vez, de pasada, en una de nuestras caminatas. Había dicho que era la única pieza que le faltaba a la estantería de clásicos ingleses de mi padre.

Miro el libro, luego la miro a ella.

—Clara… ¿cómo…?

—La tía Bea tiene un amigo que es anticuario —explica, encogiéndose de hombros como si no hubiera movido montañas para encontrarlo—. Y tú hablabas de él con… con tanto cariño. Pensé que le gustaría tenerlo aquí, en tu casa. Con nosotros.

No puedo hablar. La emoción me cierra la garganta. Este regalo no es para mí. Es para nosotros. Es un puente tendido entre mi pasado y nuestro presente. Es su forma de decir que acepta todas mis partes, incluso las que llevan el peso del recuerdo. Lo acaricio con reverencia, sintiendo el cuero gastado de la cubierta.

—Es perfecto —consigo decir, con la voz ronca—. Gracias.

Por la tarde, cumplimos el último ítem no escrito de nuestra lista: subimos al London Eye. La cápsula de cristal asciende lentamente, separándonos del bullicio, envolviéndonos en un silencio aéreo y privado. Londres se despliega bajo nosotros, una maqueta gris, dorada y verde a la luz baja del invierno. El Támesis serpentea como una cinta de plomo. Desde aquí, nuestros problemas, nuestros miedos pasados, parecen diminutos, manejables.

Clara se apoya contra mí, su espalda contra mi pecho, mis brazos rodeándola. Señala hacia el sur.

—Allí está el mercado de South Bank. Donde todo empezó de verdad.

—Donde me diste una oportunidad —corrijo, enterrando la nariz en su pelo.

—Donde tú me diste una a mí —susurra ella, girándose dentro de mi abrazo para mirarme. Sus ojos miel reflejan el cielo y la ciudad, y a mí en el centro de todo—. ¿Y ahora qué, James Ashford? ¿Qué pasa cuando baje esta noria y diciembre se acabe?

La pregunta que temíamos ambos. La que ahora, en lugar de asustarnos, nos une.

La miro a los ojos, sin vacilar.

—Ahora —digo—, vives donde quieras. En Nueva York, aquí, en la luna. Pero yo estaré a tu lado. Si me lo permites.

Ella sonríe, una sonrisa que ilumina toda la cápsula, más brillante que las luces de la ciudad que comienzan a encenderse a nuestro alrededor.

—Mi lugar está donde tú estés —dice—. Y creo que mi lugar es aquí. Con tía Bea, con esta ciudad que me enseñó a brillar de nuevo… contigo.

—¿Te quedarías? —pregunto, intentando sonar casual, aunque la esperanza tiembla en cada sílaba.

—Sí —responde sin dudar—. Tengo una oferta para quedarme en la librería de forma permanente. Y creo que tengo un vecino que podría necesitar ayuda para llenar ese ático tan grande de… vida.

Un alivio, una alegría tan pura que es casi dolorosa, me inunda. La atraigo hacia mí y la beso allí, en la cima de Londres, con el mundo a nuestros pies. Es un beso de promesa, de futuro, de un después que por fin tiene sentido.

—Entonces lo haremos —murmuro contra sus labios—. Pasaremos más tiempo juntos después de Navidad. Y después del invierno. Y después de todo.

La cápsula comienza su descenso, llevándonos de vuelta a la tierra, a la vida real. Pero ya no es la misma vida. Es nuestra vida. La que hemos elegido construir, ladrillo a ladrillo, confianza a confianza, beso a beso.

Bajamos del London Eye y caminamos por el embarcadero, tomados de la mano, sin rumbo fijo. Las primeras luces de la noche navideña parpadean a nuestro alrededor. No hablamos mucho. No hace falta. El silencio entre nosotros ya no es un vacío, sino un lenguaje propio, lleno de entendimiento.

Miramos hacia el río, hacia la ciudad que nos ha visto caer y levantarnos, perdernos y encontrarnos. Esta Navidad no fue sobre regalos ni tradiciones. Fue sobre un choque de chocolate caliente, una lista y dos corazones rotos que, al juntarse, encontraron la forma única y perfecta de sanar.

Es una Navidad para recordar. No como un final, sino como el más hermoso de los comienzos.

Y sé, con cada latido de mi corazón que ahora late al unísono con el suyo, que es solo la primera de muchas.




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