"Velaria: El Velo de las Estrellas"

El Reino De Astrae y El Príncipe Sin Magia

En el presente el sol se alzaba sobre el vasto continente de Velaria, iluminando dos reinos separados por más que fronteras físicas. Dos civilizaciones, dos formas de vida, dos destinos entrelazados por un pasado sangriento y un futuro incierto.

El Reino de Astrae

Astrae era un imperio imponente, ahora gobernado por la Casa Ravaryn, una familia real de linaje puro que había mantenido el poder durante generaciones después de la purga de sangre. Sus ciudades eran monumentos al ingenio humano: altas murallas de piedra, torres que se alzaban hacia el cielo y calles empedradas llenas de vida. Los humanos de Astrae se enorgullecían de su fuerza, su tecnología y su capacidad para dominar el mundo sin necesidad de magia.

Pero detrás de la fachada de prosperidad, había una oscura verdad. Los pocos humanos que nacían con magia eran considerados abominaciones, rechazados por la sociedad y perseguidos por las leyes del reino. Algunos lograban ocultarse, viviendo en las sombras, mientras que otros eran capturados y usados en secreto por la nobleza para sus propios fines. La magia, en Astrae, era un tabú, un recordatorio de un pasado que preferían olvidar.

En el corazón del reino, en la capital de Astrae, el Rey Aldred gobernaba con mano firme. Un hombre severo, con cicatrices de guerra y una mirada que reflejaba el peso de su cargo, los antepasados de Aldred habían liderado la caza de magos, incluso él llegó a pensar que los magos debían ser erradicados por la influencia de su padre. Pero ahora, en sus años de madurez, comenzaba a cuestionarse si su reino podría sobrevivir sin la magia que tanto había despreciado.

En este momento, el sol de Astrae se alzaba sobre las torres doradas del castillo real, proyectando una luz resplandeciente sobre el coliseo central de la capital. Miles de ciudadanos llenaban las gradas, ansiosos por presenciar el Torneo de la Corona, una antigua prueba en la que los nobles demostraban su destreza en combate. Para el príncipe Kael Ravaryn, aquel evento no era solo una competición, sino una declaración de su valía.

Desde su infancia, Kael había sido entrenado por los mejores guerreros del reino, compensando su falta de magia con disciplina y estrategia. Se ajustó las vendas de sus manos, su armadura ligera de cuero negro y oro brillando bajo el sol. Enfrente de él, su contrincante, el comandante Cedric Valmont, le dedicó una sonrisa desafiante.

—¿Listo para caer, Alteza? —preguntó Cedric, girando su espada con destreza.

Kael exhaló lentamente. Sabía que no podía fallar.

El sonido del cuerno real anunció el inicio del combate. Cedric atacó primero, su espada descendiendo como un relámpago. Kael bloqueó el golpe con su propio sable, sintiendo la vibración en sus brazos. Cada movimiento era calculado, cada ataque respondido con precisión. Los espectadores contenían la respiración, hipnotizados por el duelo.

Entonces, en un instante de instinto puro, Kael encontró una apertura. Se agachó, esquivó una estocada y, con un giro rápido, golpeó a Cedric en el torso con la empuñadura de su espada. El comandante cayó de rodillas, jadeando.

—¡Victoria para el príncipe Kael! —anunció el heraldo, y la multitud estalló en vítores.

Kael alzó la vista hacia la tribuna real, donde su padre, el rey Aldred Ravaryn, lo observaba con rostro inescrutable. Junto a él, lady Sybelle Dargent, la hija del duque más influyente del reino, lo miraba con una sonrisa calculada. La presión de su compromiso inminente con ella se sintió como un peso en su pecho.

Horas más tarde, en el gran salón del castillo, el rey convocó a Kael a una reunión privada.

—Demostraste tu valía hoy —dijo su padre, con una copa de vino en la mano—. Pero un rey no solo debe ser un guerrero. Necesitas un heredero, y Sybelle es la opción más sabia.

Kael tensó la mandíbula. —Padre, yo...

—No hay discusión, Kael. El matrimonio se anunciará en el festival del equinoccio.

El príncipe sintió que el aire se volvía denso. No era que Sybelle fuera una mala candidata, pero su corazón no la quería.

Esa noche, incapaz de encontrar consuelo en la vigilia, Kael se dejó caer sobre su lecho. El sueño lo arrastró rápidamente, pero no le otorgó descanso.

Se vio a sí mismo en un campo de cenizas, el cielo oscurecido por una tormenta de fuego y sombras. Una figura envuelta en llamas se alzaba ante él, con ojos de un dorado incandescente. Voces susurraban su nombre, lejanas y etéreas.

—Kael Ravaryn —susurró la figura—. El fuego en tu sangre despertará.

Las estrellas a su alrededor titilaron y, de pronto, explotaron en llamas doradas. Kael despertó de golpe, cubierto de sudor frío, con el eco de la profecía resonando en su mente.

No era la primera vez que tenía aquel sueño. Y, por algún motivo, sabía que no sería la última.




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