"Velaria: El Velo de las Estrellas"

El Fuego Desatado

El aire en Astrae se sentía pesado esa noche. Una tormenta se gestaba en el horizonte, aunque no era el cielo el que rugía, sino algo mucho más profundo… algo dentro de Kael.

Desde su conversación con Sybelle, su mente había sido un torbellino. Sus palabras habían logrado sembrar la duda, pero lo que más lo atormentaba no era la política o la alianza con Luntharys.

Era el fuego.

Desde hacía días, una sensación extraña lo recorría: un calor sofocante en su pecho, una presión que aumentaba con cada momento de frustración, con cada susurro en la corte, con cada mirada de desconfianza. Era como si su propio cuerpo se resistiera a algo que él no comprendía.

Y esa noche, la tormenta finalmente estalló.

Kael despertó sobresaltado, su piel ardiendo como si estuviera en llamas. Su respiración era errática, y su cuerpo temblaba. Pero lo peor no era el calor…

Eran las llamas que lo envolvían.

Sus manos brillaban con un resplandor dorado azulado, y pequeñas llamas danzaban en sus dedos como si siempre hubieran estado ahí, esperando ser liberadas.

—¿Qué demonios…?

Se levantó tambaleándose, pero sus pies apenas tocaron el suelo cuando una onda de calor explotó a su alrededor, haciendo que los muebles de su habitación temblaran. Las cortinas ardieron en un instante, consumidas por un fuego que no provenía de ninguna antorcha, sino de él.

El fuego no quemaba su piel, pero su pecho dolía, como si algo que había sido reprimido por años finalmente hubiera estallado sin control.

—¡Kael!

La puerta se abrió de golpe, y su madre, la Reina Lysara, entró con los ojos llenos de alarma. A su lado, dos guardianes se detuvieron en seco al ver las llamas envolviendo a su príncipe.

—¡Salgan! —ordenó la reina con voz firme. Los guardias dudaron un instante, pero al ver la expresión en su rostro, hicieron una reverencia y desaparecieron en el pasillo.

Kael apenas podía procesar lo que sucedía.

—Madre… —su voz era ronca, y sus ojos, normalmente dorados, brillaban con un fulgor incandescente.

—Respira conmigo, hijo —Lysara se acercó con cautela—. No dejes que el fuego te controle.

Pero era demasiado tarde.

Otra oleada de calor emanó de Kael, y las ventanas explotaron, enviando fragmentos de vidrio al suelo. Su madre alzó una mano, conjurando un escudo de energía azulada que desvió los escombros.

Kael cayó de rodillas, jadeando, tratando de calmar el fuego en su interior.

—Duele…

Lysara se arrodilló frente a él, colocando las manos sobre sus hombros.

—Lo sé, hijo. Pero tienes que controlarlo, o te consumirá.

Kael cerró los ojos con fuerza, tratando de calmar la tormenta dentro de él. Se obligó a respirar, a centrar su mente… y poco a poco, las llamas comenzaron a menguar.

Finalmente, el fuego desapareció.

Pero la verdad que traía consigo no podía ocultarse más.

Cuando Kael pudo recuperar el aliento, su madre lo ayudó a sentarse en el borde de su cama. Aún sentía el calor latiendo bajo su piel, pero el pánico había desaparecido.

Lysara lo miró con una mezcla de preocupación y resignación.

—Es hora de que sepas la verdad, Kael —dijo con suavidad—. Sobre quién eres realmente.

Kael frunció el ceño, aún confundido.

—¿La verdad? ¿Sobre qué?

La reina suspiró y tomó sus manos entre las suyas.

—Tu fuego… es fuego estelar.

Kael sintió que el aire abandonaba sus pulmones.

—Eso no es posible. No tengo magia.

—Siempre la tuviste —corrigió su madre—. Pero tu padre y yo nos aseguramos de reprimirla.

Kael sintió una punzada en su pecho.

—¿Qué estás diciendo?

Lysara le sostuvo la mirada, sus ojos azul celeste reflejando el peso de los años de secretos.

—Eres un descendiente de las Hadas Azules, Kael. Tu fuego estelar proviene de su linaje… y de mí.

La mente de Kael se quedó en blanco.

—Eso no tiene sentido. Si fuera cierto, significaría que tú…

—Sí —admitió Lysara—. No soy solo la reina de Astrae. También llevo la sangre de las Hadas Azules.

Kael sintió que todo lo que creía saber se desmoronaba.

—Pero los Solaris erradicaron a las hadas en la Purga de Sangre.

—No a todas —su madre esbozó una sonrisa triste—. Algunas sobrevivimos, escondiéndonos de los humanos, ejemplo es la reina de Luntharys. Yo también fui una de ellas.

Kael se puso de pie, sintiendo que el mundo giraba a su alrededor.

—No… no puede ser…

—Tu padre lo supo desde el principio. Sabía que heredaste mi sangre, pero también sabía que si la corte lo descubría, te considerarían un peligro.

Kael recordó las reglas estrictas de su infancia, el entrenamiento sin descanso, la forma en que su padre siempre le exigía más…

—Por eso nunca me dejaban estar cerca de la magia —susurró.

Lysara asintió.

—Tu fuego ha estado dormido todo este tiempo, pero no puedes seguir reprimiéndolo. O aprendes a controlarlo… o terminará controlándote.

Kael cerró los ojos, su pecho aun ardiendo con la verdad.

Siempre había sentido que algo no encajaba en él. Ahora entendía por qué.

No era solo un príncipe.

Era algo más.

El Rey Aldred entró con su porte imponente, seguido por dos guardias. Sus ojos recorrieron la escena: el fuego aun chispeando en el aire, los restos de la habitación destruida, Lysara junto a su hijo.

—Lysara —su voz era grave y controlada.

Kael giró la cabeza lentamente hacia su padre, su mirada ardiendo con algo más peligroso que el fuego estelar: furia.

—¿Así que es cierto? —su voz era baja, pero cargada de veneno—. ¿Siempre lo supiste?

El rey no respondió.

Kael sintió un ardor en su pecho, y sin darse cuenta, sus manos volvieron a brillar.

—Toda mi vida me hicieron creer que la magia era un peligro —sus palabras eran afiladas como dagas—. Me entrenaron para odiarla. Para perseguirla. Para destruirla.

El Rey Aldred lo observó con una expresión impenetrable.




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