"Velaria: El Velo de las Estrellas"

El Exilio de Kael

El fuego aún ardía en las ruinas de Astrae.

El ataque de las sombras había sido devastador, pero la capital había resistido gracias al poder de Kael. Su fuego estelar había sido la única barrera real contra la oscuridad.

Y, sin embargo…

Lo llamaban traidor.

La noticia del ataque a Astrae se propagó como un incendio descontrolado.

El pueblo murmuraba en los callejones, los nobles susurraban en los pasillos del palacio y, en la gran sala del trono, la Corte Real se reunía con expresiones tensas.

Pero no hablaban de la destrucción causada por las criaturas de Nyxmar.

Hablaban de Kael.

—Utilizó magia —escupió el Duque Valgorn, con una mirada llena de desprecio—. Magia. Aquí, en Astrae.

—Y no cualquier magia —intervino Lord Arthen, con el ceño fruncido—. Fuego estelar. Un poder que ningún humano debería poseer.

El consejo asintió en murmullos.

Kael se encontraba en el centro de la sala, rodeado por los altos mandos del reino. Su espada colgaba a su lado, pero esta vez no había enemigos a los que enfrentar.

Eran su propio pueblo y su propia gente los que lo veían con miedo y desconfianza.

Kael levantó la mirada, su voz firme:

—Si no hubiera usado mi magia, Astrae habría caído.

—¡Y aún podría caer! —gritó otro noble—. ¿Cómo sabemos que no eres uno de ellos? ¿Cómo sabemos que no eres un engendro de Nyxmar?

Kael sintió su mandíbula tensarse.

—Yo salvé esta ciudad.

—¡Pero con el mismo poder que podría destruirla!

El aire en la sala era denso. No importaba cuánto hubiera luchado por Astrae.

Ellos solo veían el fuego en sus manos, no el hombre que era.

—Basta.

La voz del Rey Aldred resonó en la sala, fría y autoritaria.

Todos se giraron hacia el trono.

El rey se levantó lentamente. Su rostro estaba marcado por la tensión y la tristeza. En sus ojos no había ira… sino dolor.

—Kael… hijo mío…

Kael sintió el peso en su pecho.

Sabía lo que venía.

—La corte ha hablado. Y no puedo ignorar su clamor.

Kael negó con la cabeza, con incredulidad.

—Padre…

Aldred apretó los puños.

—Por decreto real… te destierro de Astrae.

La sentencia cayó como una losa de piedra.

El consejo guardó silencio. Algunos nobles sonrieron en triunfo.

Pero Kael solo podía mirar a su padre con incredulidad.

—No puedes hacer esto.

El rey desvió la mirada.

—No me dejan otra opción.

Kael sintió su corazón acelerarse.

El silencio se alargó demasiado.

Y eso fue suficiente para destrozarlo.

Kael inspiró hondo. No suplicaría. No discutiría.

Si Astrae no lo quería… entonces no tenía razón para quedarse.

Lo sacaron del palacio como un prisionero.

Encadenado. Humillado.

Los ciudadanos lo observaban en silencio, algunos con miedo, otros con desprecio. El mismo pueblo que había protegido ahora lo despreciaba.

Cuando llegaron a las puertas de la ciudad, los guardias le quitaron las cadenas.

—Tienes hasta el amanecer para salir de nuestras tierras —dijo el capitán de la guardia—. Si vuelves… te mataremos.

Kael no respondió.

No tenía nada más que decir.

Sin decir una palabra más, desenvainó su espada y la dejó caer al suelo.

El sonido del metal contra la piedra resonó como una despedida.

Luego, sin mirar atrás, dio media vuelta y salió del palacio.

Su hogar ya no existía.

El viento helado cortaba su piel mientras cabalgaba hacia Luntharys.

El bosque a su alrededor era oscuro y silencioso. No tenía escolta, ni provisiones, ni destino seguro.

Pero al menos tenía un lugar a donde ir.

Selene.

La última persona que aún podía confiar en él.

Cuando llegó a los bordes del Velo Estelar, desmontó su caballo.

Las luces plateadas de Luntharys brillaban en la distancia.

Antes de cruzar la frontera, Kael miró una última vez Astrae.

El reino que debía gobernar.

El hogar que ya no lo quería.

Y entonces, sin un solo susurro, desapareció en la oscuridad.

Selene estaba en la torre más alta cuando sintió la perturbación en la magia del Velo.

Giró rápidamente, su corazón latiendo con fuerza.

—No puede ser…

Salió corriendo hacia la entrada del palacio.

Cuando llegó, lo vio.

Kael, cubierto de polvo y cansancio, con los ojos llenos de una tristeza contenida.

—Kael… —susurró.

Él apenas pudo sostenerle la mirada.

—Me exiliaron.

Selene sintió una mezcla de rabia y compasión.

Sin pensarlo, se acercó y lo abrazó.

Kael se quedó inmóvil por un segundo, sorprendido. Pero luego, sus brazos se cerraron alrededor de ella, como si ese simple contacto fuera lo único que lo mantenía en pie.

—Estás a salvo aquí —susurró Selene.

Kael cerró los ojos y exhaló.

Por primera vez en mucho tiempo, sintió que aún quedaba un lugar para él en el mundo.

Pero en su interior, sabía una cosa con certeza:

No sería un exiliado para siempre.

Algún día, Astrae se arrepentiría de haberlo dejado ir.

En lo más profundo de la mansión Dargent, Sybelle sonreía.

—Lo hicieron por mí —susurró con diversión—. Me ahorraron el esfuerzo de destruirlo.

Lord Malvyn asintió.

—Ahora está más vulnerable que nunca.

Nyxmar, desde su trono de sombras, observó la escena con interés.

—Dejen que corra… que se esconda…

Sus ojos dorados brillaron.

—Pronto, vendrá a nosotros.

Y con una risa oscura, la sombra de la guerra continuó extendiéndose sobre Velaria.




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