Jholla, apagada en vida, se adentró lentamente a su hogar, pintada de un amargo azul. Atravesando el umbral de la puerta ella cayó sobre sus rodillas, lamentablemente su cuerpo se volvía más pesado. Levantó ambas manos y paró su mirada en cada una; en la izquierda una hoja de papel permanecía, números y detalles se postraban ante ella para hacerle saber que ya no poseía opciones ni objeción alguna en su destino; en su derecha pasaba lo imposible, un pequeño paquete de lunetas de cianuro, aún en su mano, llamaron su atención, ¡eso era! Todavía con unas cuantas lunetas de cianuro pasando en su garganta, recién tragadas, se levantó en precipitación y corrió en dirección al baño.
Se arrodilló frente al retrete, introdujo un dedo hasta llegar a su úvula y la rozó en variadas ocasiones hasta que vomitó. Sus caramelos en oferta ahora yacían en el agua sucia del excusado. Se irguió de aquel lugar y tomó una postura recta, estiro su espalda, inhaló y exhaló.
Ahora todo cambiaba, ella ya era diferente.
Lentamente salió de aquel lugar, tambaleante, llegó hasta la cocina y tomó un peligroso vaso de agua pura.