El dinero se estaba acabando. No lograba conseguir un trabajo, tenía hambre y frío, y lo único que podía hacer era recordar las palabras de mi padre:
—Sobrevive.
—Cristina —la anciana del pueblo, a quien todos llamaban “nana”, palmeó con dulzura mi hombro—. Ya no puedo llamarte Aliza, cariño. Tienes que olvidarte de lo que le pasó a tu padre. Si no lo haces, tu corazón se volverá de piedra.
—No puedo olvidarlo, nana. Imagina cuántos padres han muerto, cuántos niños quedaron solos en las calles... como yo. Pasando hambre, frío. Esto no es solo por él, es por todas esas familias que sufrieron por el capricho de un trono.
—Aliza...
—Soy Cristina ahora. Cristina Malcom.
—Cristina, cariño… la venganza nunca lleva a ningún lado.
—No me interesa llegar a ningún lado. Solo quiero matarlos. A todos.
Esa tarde me encontraba frente a la puerta trasera del palacio. Por allí entraba la comida para la familia real. Dos guardias vigilaban el portón. Más adelante, otro carro se acercaba con semillas. Era mi oportunidad.
Me escabullí dentro del carro y me cubrí como pude entre los sacos de girasol. Todo dependía de los dioses… y de mi suerte.
—¿Qué traes ahí, muchacho? —preguntó uno de los guardias.
—Semillas de girasol, señor.
Escuché los pasos acercarse. El guardia metió la mano y tomó algunos granos. El silencio que siguió fue eterno.
—Puedes pasar —ordenó finalmente.
Esperé unos minutos, conteniendo el aliento, hasta sentir que era seguro. Me deslicé fuera del carro y salté al suelo. Estaba dentro. El palacio era inmenso.
—¿Y ahora? —murmuré, abrumada.
Doblé en una de las tantas esquinas cuando choqué contra alguien.
—Lo siento —dije rápido, sin siquiera levantar la vista, y continué caminando.
—¡Oye! —exclamó una voz masculina—. ¿Acaso no sabes quién soy?
Me di vuelta para mirarlo. Alto, cabello castaño claro que le caía por debajo de la mandíbula. Buen porte. Buenos ropajes. Buenos modales, no.
—Por tu forma de hablar, diría que eres un niño mimado. Seguro.
Él soltó una carcajada, sorprendido.
—Nunca nadie me había dicho eso.
—Estoy apurada. Lo siento. Adiós.
—¡Espera! ¿Cuál es tu nombre?
Sonreí de lado.
—No es relevante —y seguí mi camino.
Después de merodear un poco, una mujer me encontró.
—Debes ser la nueva sirvienta del ala del príncipe —dijo sin rodeos.
—Qué suerte tengo… —pensé.
—¡Sí! El lugar es tan grande que me perdí —respondí, fingiendo inocencia.
—No te preocupes, querida, ya te acostumbrarás. ¿Cuál es tu nombre?
—Cristina. Cristina Malcom.
—Bienvenida entonces, Cristina. A este pequeño infierno en vida… que se hace llamar palacio.
—¿Eh?