Pov: Cristina
Las paredes del castillo eran gruesas, pero no lo suficiente. Aquella noche, mis gemidos se esparcieron como ecos prohibidos por los pasillos. Al principio, no lo noté. No me importó. Todo en mí estaba centrado en los cuerpos que me adoraban, en las bocas que me arrancaban la razón. Pero al amanecer, cuando intenté salir del cuarto sin hacer ruido, las miradas de los guardias lo dijeron todo.
Me habían oído. Todos.
Pasé por el pasillo con el rostro en alto, como si no me afectara. Pero cada paso me recordaba el temblor de mis piernas, la humedad aún persistente entre mis muslos, la sensación de que el mundo se había enterado de algo que debía ser privado.
—Señorita Cristina —dijo una de las criadas, temblando ligeramente—. El consejo desea verla en el salón del trono.
¿El consejo? ¿Por qué ahora?
Me vestí con una prisa torpe. Una túnica larga, sin adornos, cabello suelto. Quería parecer humilde. Sincera. No culpable. Aunque sabía que, para muchos, lo era.
Entré al salón del trono y el ambiente era pesado, denso. Sentados alrededor de una mesa larga, los ancianos del reino me observaron con ojos afilados. Henry llegó poco después, escoltado por William. Ambos se colocaron detrás de mí, uno a cada lado. Territorio marcado.
Uno de los miembros del consejo habló:
—Señorita Cristina, anoche ocurrieron hechos que han sido… difíciles de ignorar.
—Mi vida privada no es asunto del consejo —respondí, más firme de lo que pretendía.
—Cuando esa vida privada sacude la estructura del palacio, lo es —replicó otro.
—¿Vinimos a juzgarla por sus gemidos o por otra cosa? —intervino William, con una sonrisa venenosa.
El silencio que siguió fue interrumpido por un sonido fuerte, seco. Las puertas se abrieron y el Rey entró.
Él.
Lo reconocí aunque jamás lo había visto tan de cerca. Alto, imponente, con una mirada que helaba. Mi corazón se aceleró.
Era él. El hombre detrás de la muerte de mi padre. El causante de todas las sombras que yo había venido a desenmascarar.
Mi estómago se encogió, pero mis pies no temblaron. Esta era la razón por la que estaba aquí. Él era mi objetivo final.
—¿Y tú eres la nueva favorita? —dijo el Rey, acercándose—. Bonita, ruidosa… y muy peligrosa, según algunos.
Incliné la cabeza, sin responder. Mis labios formaron una sonrisa que no llegó a mis ojos.
—Espero que disfrutes tu estancia aquí —dijo él, tocándome el mentón con un gesto que me revolvió el estómago—. Porque en este castillo… todos tienen un precio. Y tú…
Me miró como si ya supiera algo.
—…no vas a ser la excepción.
Hizo una pausa, sus ojos arrastrándose por mi cuerpo con una lentitud deliberada. Luego, con una sonrisa oscura, añadió:
—Ya que disfrutas tan bien de mis hijos… te espero esta noche en mis aposentos. Es hora de que yo también disfrute de ti.
Sentí cómo la sangre se me helaba. No por la propuesta disfrazada de orden, sino por la certeza de que, desde ese momento, el juego había cambiado. Y él estaba dispuesto a ensuciarlo todo.
Se alejó sin más, y los miembros del consejo lo siguieron, como sombras obedientes. Solo quedamos nosotros tres. William, Henry y yo. Y el peso de una verdad que empezaba a desmoronarse sobre mi cabeza.