Pov: Cristina
El silencio que siguió a mi confesión fue devastador. Henry y William me miraban, congelados, como si acabara de revelar el mayor de los pecados. Y quizás lo había hecho. Acababa de confesar, entre gemidos y caricias, que quería matar a su padre.
Me cubrí el rostro con las manos, sin saber si era vergüenza o alivio lo que sentía. Pero ninguno de ellos se alejó. Ninguno me juzgó. Al contrario, sus cuerpos se mantuvieron pegados al mío, respirando al mismo ritmo, con la misma intensidad.
—Matarlo… —repitió Henry, en voz baja, como si aún intentara comprender si había oído bien.
—¿Por qué? —susurró William, aún entre mis piernas, su respiración cálida contra mi piel.
No respondí. No todavía. Había dicho demasiado, y no lo suficiente al mismo tiempo.
William se incorporó y se deslizó por mi cuerpo, sus labios dejando un rastro de fuego sobre mi vientre, mi pecho, mi cuello. Su mirada ya no tenía furia, sino una mezcla peligrosa de deseo y ternura.
—Entonces dejá que te demos algo más… —susurró, mientras una de sus manos bajaba y, por primera vez, me acariciaba de forma distinta.
Un dedo. Lento. Inseguro al principio, pero firme. Entró en mí como si estuviera preguntando permiso, como si esperara que me negara… pero no lo hice. Mi cuerpo se abrió a él como si lo estuviera esperando desde siempre.
Un gemido escapó de mi garganta, suave y tembloroso, mientras Henry me sujetaba del rostro, sin quitarme la mirada.
—No vamos a dejarte sola en esto —dijo él—. Pero esta noche… esta noche solo vas a sentirnos a nosotros.
William movía el dedo dentro de mí con una precisión deliciosa, mientras Henry bajaba de nuevo a besarme los senos, sus dientes apenas rozando mis pezones, sus manos sujetando mis muslos abiertos.
—Más —susurré sin poder contenerme—. Quiero más… de ustedes.
La mirada de Henry se oscureció. William sonrió contra mi piel.
—¿Así que ahora pedís? —dijo William, introduciendo un segundo dedo con lentitud.
—Está disfrutando demasiado con vos —espetó Henry, celoso, tomando mi rostro para besarme con más fuerza, como si quisiera reclamarme.
Sus lenguas se entrelazaron con la mía, sus manos me sostuvieron con firmeza. La tensión entre ellos era palpable, y en medio de esa guerra, yo era el campo de batalla.
—No es justo que seas el único en probarla por dentro —gruñó Henry.
—Entonces turnémonos —replicó William, sin dejar de mover sus dedos, más rápido, más profundo.
Henry bajó por mi cuerpo, apartó a William con un roce y le tomó el lugar, su lengua entrando en mí con furia. William, en respuesta, subió a mi boca y me besó con violencia. Mis sentidos se desbordaron. Cada uno tomaba una parte de mí, y yo no tenía fuerzas para oponerme. No quería hacerlo.
Me deshacía entre sus manos, entre sus bocas. Cada caricia, cada roce, era una explosión. La habitación se llenó de mis jadeos, de susurros, de respiraciones aceleradas.
—Te protegeremos… incluso de tus propios planes —dijo William, acariciando mi rostro, aún jadeante.
—Todo lo que necesites… lo tenés acá —añadió Henry, con una voz ronca, mientras sus dedos trazaban círculos suaves en mi cadera.
Me sentía atrapada en un torbellino de placer y deseo. Ellos me amaban con sus bocas, sus manos, sus cuerpos, como si quisieran borrar cualquier otra cosa del mundo.
Y por un momento… lo lograron.
Sus labios no me dejaron descansar. Sus manos no me permitieron bajar la guardia. Me amaron de formas distintas, desde ángulos distintos, pero con la misma intensidad. En cada beso había una promesa. En cada caricia, un juramento silencioso.
—Quiero más… —gemí, perdida en el placer—. Quiero sentirlos… a los dos… dentro de mí.
La reacción fue inmediata. William se acomodó primero, su miembro duro y palpitante rozando mi entrada con una necesidad contenida.
Henry no se apartó. Se colocó detrás de mí, sus labios en mi cuello, sus manos en mis pechos, y susurros promesas mientras yo era tomada lentamente por su hermano.
El placer me desbordó. Me arqueé entre ambos, mis manos temblaban al aferrarse a las sábanas. Y cuando Henry tomó su turno, cuando se turnaron sin dejar que mi cuerpo respirara, entendí que no había vuelta atrás.
Eran míos.
Y yo… de ellos.
Aunque en el fondo de mi alma, la promesa seguía intacta.
El Rey iba a morir.
Y yo sería quien clavara la daga.