Pov: Cristina
La noticia cayó como un balde de agua helada en medio del desayuno.
—Dado que anoche no acudiste a mi llamado, y mis hijos están demasiado ocupados... "entreteniéndose" contigo para cumplir sus deberes —dijo el rey con una sonrisa envenenada—, he decidido que te cases con Kael.
Un silencio mortal cubrió el salón.
Kael.
El tercer príncipe.
Había escuchado rumores sobre él, claro. Que era un líder militar despiadado. Que apenas regresaba al castillo y siempre volvía bañado en sangre. Que incluso sus propios hermanos lo evitaban. Pero jamás lo había visto. Hasta ese momento.
Entró al salón acompañado por una decena de soldados.
Su presencia era arrolladora. Alto, corpulento, con una mirada apagada que contrastaba con lo afilado de sus rasgos. Su cabello era negro como la noche y sus ojos... vacíos. Caminaba como un guerrero, pero en su rostro no había orgullo. Solo resignación.
Se arrodilló ante el rey.
—He vuelto con la victoria, padre.
—Y ahora tendrás esposa —replicó el rey con crueldad—. La señorita Cristina. La domarás como domas a tus enemigos.
Mi estómago se encogió. No por miedo, sino por el modo en que él tragó saliva al oír eso. Se quedó quieto, como si no supiera cómo reaccionar. Luego, me miró. Fue una mirada fugaz. No de deseo, ni de poder. De duda.
—Sí, padre —fue todo lo que dijo.
William y Henry estaban rígidos. Los nudillos de William estaban blancos por la tensión. Henry no podía dejar de mirar a Kael, como si volviera a ver un fantasma.
...
Más tarde, en los pasillos, William estalló:
—¿Está loco? ¿Casarla con Kael? ¡Ese bastardo solo vive para matar!
—No es tan simple —dijo Henry—. Kael siempre hizo todo por complacer al rey. Peleaba desde que era un niño. Nunca tuvo otra opción.
—Eso no lo convierte en alguien digno de ella.
Yo los escuchaba, sin intervenir.
No conocía a Kael, pero algo en su mirada me había parecido... roto.
...
Esa misma noche, decidí verlo por mi cuenta. No podía quedarme quieta. Necesitaba entender a quién se suponía que debía pertenecer ahora.
Lo encontré en uno de los patios laterales, entrenando solo. Su espada cortaba el aire con precisión brutal. Respiraba con dificultad. Estaba cubierto de sudor, el torso desnudo, lleno de cicatrices.
No se percató de mi presencia de inmediato.
—¿Por qué no estás en tu habitación? —preguntó con la voz ronca cuando me vio.
—Quería conocerte —respondí, sin adornos.
Kael bajó la espada. Me miró unos segundos, como si no entendiera mis palabras.
—No sé cómo tratar a una esposa —dijo, por fin.
—Yo tampoco sé cómo tratar a un soldado —le respondí.
No hubo más palabras. Solo un cruce de miradas. Pero en esa tensión silenciosa entendí algo: él no era cruel por gusto. Era obediente. Cautivo. Hambriento de algo que nunca había recibido.
Quizá no tan diferente de mí.
Me marché en silencio, pero con una nueva pieza en mi tablero. No tenía por qué temerle a Kael.
Tal vez, solo tenía que encontrar la grieta exacta por donde entrar.