Venganza

26-El niño que empuñó la espada para ser amado

En el ala más fría del castillo, donde las cortinas eran gruesas y los pasillos olían a hierro y humedad, nació el tercer hijo del rey.

Kael no lloró al nacer. Solo abrió los ojos y lo miró a él. Al hombre que sería su única obsesión durante toda su vida: su padre.

Desde pequeño, Kael fue distinto. No tenía la dulzura de William ni la agudeza calculadora de Henry. Pero tenía una necesidad desesperada de ser visto. De ser amado. Y cada día, cada gesto, cada respiración, era una súplica muda: “mírame, padre”.

A los cinco años, aprendió a leer no porque alguien se lo pidiera, sino porque quería leer en voz alta los antiguos cantos de guerra que su padre recitaba en los banquetes. Nunca fue corregido ni felicitado.

A los siete, montó solo un caballo salvaje del establo real, desoyendo las órdenes de los cuidadores. Se rompió dos costillas, pero cuando lo llevaron sangrando frente al rey, solo preguntó:

—¿Me viste?

El rey bebió de su copa. No dijo nada.

A los nueve, fabricó con sus propias manos un tablero de ajedrez con piezas talladas en hueso de ciervo. Lo dejó sobre el escritorio del rey con una nota: "Juguemos alguna vez. Tu hijo, Kael."

El tablero desapareció esa misma noche. Nadie lo mencionó.

A los once, se entrenaba en secreto con los guardias. No tenía tutor asignado, así que aprendía por imitación. Los guardias no se atrevían a decirle que se fuera. Lo llamaban “el cachorro silencioso”. Era hábil. Preciso. Implacable. Y cuando su padre apareció un día en el campo de entrenamiento, y lo vio vencer a un adulto, por primera vez… sonrió.

Fue solo un segundo. Pero fue suficiente.

Desde entonces, Kael vivió para eso.

A los trece, ya lideraba simulacros de guerra. A los catorce, rompió la nariz de un noble por insultar el nombre del rey. A los quince, empuñó su primera espada en batalla real. Mataron a su mejor amigo durante esa guerra, y todos culparon a Kael por no protegerlo.

—Es un monstruo —dijo uno de los capitanes.

Kael no lloró. No supo cómo. Solo volvió a casa, cubierto de sangre, y se arrodilló ante el rey.

—¿Sirvo ahora?

El rey solo dijo:
—Levántate. No tienes derecho a estar de rodillas si venciste.

Desde entonces, nadie más volvió a arrodillarse frente a Kael. Nadie se le acercó. Nadie le ofreció una mano.

Era el hijo de las guerras.

El príncipe sin corona.

La herramienta del reino.

Y cada día, con cada enemigo caído, repetía para sí mismo: “algún día… me vas a ver.”

Presente

Cristina caminaba por uno de los pasillos menos transitados del ala oeste, ese que olía a metal viejo y humedad. Había seguido los rumores. Quería saber quién era realmente ese “tercer príncipe” del que tanto murmuraban con miedo.

Al final del pasillo, un retrato cubierto de polvo. No era como los otros. No tenía marco dorado ni inscripción. Solo un lienzo viejo, olvidado.

Lo limpió con la manga. Apareció el rostro de un niño de mirada severa y ojos demasiado tristes para su edad. Tenía una espada entre las manos, pero la empuñaba como si no supiera si debía usarla o dejarla caer.

Cristina ladeó la cabeza y frunció los labios, sin reconocerlo de inmediato.

—¿Así que este es el temido Kael...? —murmuró, más para sí misma que para alguien más—. Hacía falta más que una espada para parecer peligroso, ¿eh?

Le dio una última mirada burlona antes de girar sobre sus talones y perderse otra vez en los pasillos del castillo, sin saber que acababa de ver al niño que toda su vida… solo quiso que alguien lo eligiera.



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En el texto hay: romance, vengannza

Editado: 01.07.2025

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