Pov: Cristina
El comedor real estaba vestido con oro y sangre.
Las copas talladas refulgían bajo la luz de cientos de candelabros, y la larga mesa de mármol blanco parecía temblar bajo el peso de los banquetes. Ciervos asados, frutas exóticas, vinos espesos y dulces que chorreaban miel. La música era suave, pero los cuchicheos eran cuchillos.
Todos los nobles del reino estaban allí. El eco de las risas falsas y los brindis hipócritas se mezclaba con el retumbar de pasos marciales. Era una celebración de victoria, sí… pero también un espectáculo. Y como en todo espectáculo, alguien debía ser exhibido.
El tercer príncipe, Kael, había regresado con una victoria brutal entre las manos. Y yo… yo ahora era la prometida del vencedor.
—Mueve un poco el cuello, alteza —dijo una de las sirvientas, ajustando el collar de perlas con delicadeza casi reverencial.
Había tres chicas asignadas solo a mí. Me despertaban, me bañaban, me vestían. No podía dar un paso sin que alguien me sujetara el dobladillo del vestido o me ofreciera agua con frutas. Tenía mi propia habitación, mis propios guardias, mi propio espejo tallado en marfil.
Era una princesa.
Pero cada gota de perfume en mi cuello me pesaba como una sentencia. Cada prendedor en mi cabello era un candado más. Cada manto de seda que cubría mi cuerpo era una soga invisible que me ataba al trono que nunca pedí.
Kael aún no me había dicho palabra desde que volvió. Nos habíamos cruzado en los pasillos, en las reuniones del rey, pero él parecía evitarme con una precisión casi militar. Apenas una reverencia cortés, y luego nada. Ni una mirada, ni una sonrisa. Solo esa distancia entre él y el mundo entero, como si no supiera cómo acercarse sin destruir lo que tocara.
—¿Crees que lo asustas? —me había preguntado William unos días antes, con una sonrisa torcida mientras recostaba su cabeza en mi regazo.
—¿Yo? —respondí, incrédula, acariciándole el cabello distraídamente.
—Kael… no sabe qué hacer con algo que no pueda empuñar. Una mujer no es una espada. No puede blandirte ni encerrarte en una vaina. Eso lo confunde.
Yo había querido reírme. Pero no pude. Había algo en su tono… una verdad amarga que me hizo apretar los dedos contra el tapiz bordado.
Esa noche
El gran salón estalló en vítores cuando Kael entró.
No llevaba su armadura, pero aun así se veía como alguien hecho de acero. Alto, firme, con el rostro tenso y esos ojos grises que parecían mirar siempre más allá del presente. Como si lo que tuviera delante nunca fuese suficiente. Como si esperara una amenaza en cada esquina, incluso en medio del júbilo.
Se sentó a mi lado. Sus movimientos eran silenciosos, precisos, casi estudiados. Como si su cuerpo se moviera por instinto, pero su mente estuviera a kilómetros de allí.
El rey alzó su copa con teatralidad.
—Por la sangre derramada en nuestro nombre. Por la victoria de mi tercer hijo… y por su próxima esposa.
El brindis fue seguido de aplausos. Algunos nobles se giraron a vernos, otros sonrieron con falsa cortesía. Yo forcé una sonrisa mientras el vino me quemaba los labios. Ese trago sabía a advertencia.
Kael me miró, por fin.
—Lamento que esto haya sido… tan abrupto para usted —dijo, apenas audible, sin girar del todo la cabeza.
—¿Esto?
—Nuestro compromiso.
Lo observé con cuidado. Sus hombros eran amplios, marcados por años de espada, pero había tensión en sus manos. Como si temiera romper algo. Como si incluso ahora, en una mesa llena de aliados, no pudiera bajar la guardia.
—Abrupto, sí —respondí, con tono neutro—. Aunque lo inesperado puede volverse interesante… si uno lo sabe manejar.
No dijo nada. Solo volvió a mirar al frente.
Pero no me pasó desapercibido cómo se le tensó la mandíbula. Cómo su copa quedó intacta toda la noche. Cómo sus dedos jugaban, casi imperceptiblemente, con el borde del plato, como si esperara el momento justo para levantarse y huir del banquete.
Más tarde
Ya en mis aposentos, mientras las sirvientas desabrochaban el vestido con dedos delicados, pensé en lo extraño que era esto. Estaba viviendo como princesa, con todas las comodidades… pero sentía que dormía sobre una trampa. Una trampa exquisitamente decorada con encajes y promesas vacías.
Y Kael, el hombre al que debía seducir y analizar, parecía no querer ni mirarme. No por desprecio, sino por miedo. No miedo a mí… miedo a sí mismo.
Pero eso lo haría aún más fácil. Un hombre así, tan lleno de heridas mal cerradas, no necesitaba una amante. Necesitaba alguien que supiera encontrar la grieta exacta donde golpear. Una rendija entre la armadura y la carne.
Y yo había aprendido a usar las grietas.
La diferencia esta vez era que, por alguna razón, no quería destruirlo.
Quería entenderlo.