Venganza felina

La emboscada

Hasta ahora solo tuvimos un plan. Sabíamos que sería un fracaso, pero decidimos intentarlo de todos modos. Decidimos pedirles ayuda a los humanos. Llamamos a la policía.

Hubiera sido un éxito si no fuera por la obvia limitante: La lengua.

  • —Por favor, señor policía. Ayúdenos. Un perverso asesino vive al lado de nuestra casa. Ha matado a quien sabe cuántas personas. Dese prisa, ¿Quién sabe lo que es capaz de hacer?

Nosotros hablamos de la forma más desesperada posible, nos interrumpíamos constantemente, tartamudeábamos, teníamos que detenernos para tomar aire. Pero el policía del otro lado de la línea solo escuchaba un concierto de maullidos y chillidos sin significado alguno en el lenguaje humano.

Colgó.

  • —Esa fue una pérdida de tiempo.
  • —Y dinero — añadió Pascal — ¿Tienes idea de lo mucho que me costó conseguir esa moneda? Casi me aplastan con una escoba.

Estuvimos así durante dos semanas. Sea quien sea el que haya dicho que dos cabezas piensan mejor que una estaba llena de mierda. Mientras nos dábamos la tarea de idear un plan perfecto el resto de los ratones se encargaban de hacer un trabajo de vigilancia. Para evitar más sorpresas desagradables los ratones revisaban por las ventanas y se metían por el desagüe para investigar todo lo relacionado al asesino, y darnos la información al respecto.

El demonio rojo (yo bañada en vomito rojo) destruyó la mente de nuestro querido asesino. Durante estas dos semanas el asesino apenas comía, apenas dormía y apenas salía de su casa. No despegaba el arma de su mano derecha ni para ir al baño. La sostenía las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.

Su casa se había convertido en un chiquero. Las paredes blancas se llenaron de manchas marrones de sangre. Eso se debía a que cada dos por tres le daba fuertes puñetazos a la pared, estos dejaban un circulo deforme de sangre en la misma.

El asesino tenía las manos vendadas. Su cabello y barba habían crecido de forma descomunal, haciéndolo lucir como un líder sectario de una película de terror de los setenta.

No me causó mayor impresión. Los ratones venían todos los días a informarme sobre su deterioro físico y mental y lo primero que decía era:

  • —Que se vaya a la mierda.

Tanteamos con la idea de dejarlo así. Que se autodestruyera poco a poco hasta no que se convierta un inofensivo despojo humano. Esa sería una buena venganza. Descartamos la idea al instante. Vamos a tener que matarlo de todos modos. No solo para vengar la muerte de mi ama (eso pasó a ser secundario), sino también para evitar que siga matando a más personas y dejando huérfanas a más mascotas.

Como estábamos cortos de ideas le pedimos ayuda a otros gatos. Tal vez ver las cosas desde otra perspectiva nos ayude.

  • —Lo tengo. Juntemos todas nuestras pulgas. Las dejamos dentro de la casa para que piquen a asesino. Morirá desangrado.
  • —Es una buena idea— respondí.
  • —Es una mala idea...aunque juntáramos todas las pulgas de todos los ratones dudo mucho que haya suficiente como para matarlo.

No añadí nada al respecto. Una fantasía retorcida pasó por mi cabeza. Estaba sentada cerca a la ventana, con un tazón de croquetas de atún a mi lado, viendo como el asesino se rascaba de manera demencial. Usando tenedores y cuchillos para llegar a los lugares más difíciles. Varias pulgas se fueron a vivir dentro de sus cálidos oídos, poniendo huevecillos y demás cosas de pulgas. La picazón es insoportable, lo es mucho más en lugares donde es imposible de alcanzar.

Aún tenía el arma en la mano. Puso el cañón cerca de su oído. Presionó el gatillo y...

Una cabeceada me despertó de mis fantasías. Maldita sea, estaba disfrutando de esas croquetas. Extrañé esos pedazos de carne asada que estaban encima de la cocina. Sé que era carne humana, pero era tan deliciosa. Pasar de esa sabrosa carne a la basura era una tortura a mi paladar.

El responsable de la cabeceada era el gato que invitamos, el único que decidió acompañarnos. Los demás nos mandaron al demonio. Era un gato callejero, sorprendentemente mucho más gordo que yo. Su pelaje era marrón (él me juraba que alguna vez fue blanco) y uno de sus ojos estaba casi cerrado.

Sus cabeceadas eran tan fuertes que me hicieron perder el equilibrio.

  • —Eres una gata muy bella — me dijo entre ronroneos.
  • —Estoy ocupada — le respondí tratando de mantener la compostura. No podía negar que detrás de toda la tierra y ese ojo enrojecido se escondía un auténtico galán.




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