El golpe sordo contra el cristal lo despertó de su intranquilo sueño. Habían pasado unas ocho horas desde que se desmoronó todo a su alrededor. Él, fue testigo de excepción de cada uno de los acontecimientos que acabaron llevando ese lugar al caos. Caos que, aunque lo desconocía, tenía proporciones mundiales.
Con el paso de las horas se había dado cuenta; el sitio donde se encontraba parecía seguro, pero en su subconsciente más profundo sabía que ya estaba muerto. Aquel lugar, su refugio, era a la vez su prisión y estaba claro que, tarde o temprano, se convertiría también en su tumba. Su refugio, su prisión, su tumba… era un cajero automático.
Los grandes y resistentes cristales dobles de la entidad le proporcionaron asiento de primera fila para el espectáculo atroz que había soportado.
Sin tiempo para pensar, en el inicio del desconcierto, se refugió en dicho cajero, cerrando con rapidez el pestillo interior tras él. Nadie más pudo acceder al improvisado refugio. Era sábado por la tarde, por lo que tenía la certeza de que la entidad estaría vacía en su interior. Sin embargo, fuera… en el exterior, la historia era bien distinta.
La pesadilla no empezó como cabía esperar. No hubo comunicados oficiales por parte del gobierno, ni tan siquiera un desastre natural del que resguardarse, tampoco una horrible pandemia mundial que albergase un terrible futuro. No. Simplemente, todo cambió. Empezó con gritos, chillidos en la lejanía, casi inaudibles, que podrían haberse confundido con los producidos por los juegos de los niños en un día de fiesta. Pero esos gritos fueron aumentando y a la vez se vieron acompañados por visiones espeluznantes que horrorizaron a la gente, hasta tal punto que la mayoría no supo reaccionar.
Criaturas atroces hicieron acto de presencia.
Él, al igual que el resto, se quedó inmóvil. Petrificado ante las primeras y horrendas visiones. Pero la suerte o la muerte quisieron darle una nueva oportunidad, cuando una de esas criaturas que lo miraba con la más profunda de las rabias inyectada en sus sangrientos ojos y que corría hacia él como el mismísimo diablo, se despistó con un niño de poca altura y menos edad. Solo cuando el pequeño se hubo convertido en un meollo de carne despedazada, imagen que jamás podría olvidar, sus piernas parecieron volver a la vida.
Entonces, a la carrera, fue cuando empezó a ser consciente de que algo terrible sucedía. Las gentes, entre alaridos que inundaban la plaza, huían despavoridas en cualquier dirección. En medio de la locura, los choques y caídas eran frecuentes. Caídas que, con toda seguridad, significaban la muerte, ya que esas criaturas, de las que nadie conocía su procedencia, se lanzaban sobre cualquier humano, desgarrándolo al instante en una terrible algarabía de sangre y vísceras. Pronto la sangre fue la protagonista de todas las visiones que allí se pudieron contemplar, inundando cada rincón de la hasta ahora tranquila plaza. Y en medio de esa sangre, en medio de esa horrenda angustia, fue cuando a costa de esquivar a terribles bestias, provenientes de las pesadillas de un demente, y a humanos que le sirvieron como señuelo, vio la oportunidad de refugiarse en el cajero automático. Ocasión que no desaprovechó, arrebatando a otros la salvación, por el mero hecho de que aquellas cosas estaban demasiado cerca.
Encerrado, pudo ver escenas que bien podrían haberle hecho olvidar la muerte de aquel pequeño niño, pero su cerebro, colapsado ante tanto horror, era incapaz de asimilarlas. Vio mujeres perseguidas por monstruos que tardaban bien poco en darles caza, hombres llorando como niños pequeños en medio de la oscuridad de su cuarto, decenas de personas tratando de acceder al metro, mientras otras tantas querían escapar de él. La gente, aterrorizada, intentaba abrir la puerta de su refugio, suplicaban su ayuda, pero antes de que pudiera ni siquiera plantearse la posibilidad de abrirles, ya eran despedazadas y devoradas ante él. Y esos cadáveres, la gran mayoría de ellos, se levantaban entre convulsiones para al instante perseguir y acabar con los que aún estaban con vida.
A lo lejos, justo en medio de la plaza que había atravesado pocos minutos antes, mientras desayunaba un simple café con leche, uno de aquellos seres, de esos zombis, permanecía de rodillas llevándose intestinos a la boca. La visión le asqueó de tal manera que tuvo que apartar enseguida la vista, pero la curiosidad, la rabia o tal vez la morbosidad hicieron que volviera a mirar, solo para descubrir que lo que estaba comiendo no eran las tripas de alguna pobre víctima, sino las suyas desparramadas por el suelo.
Tal visión le hizo vomitar y entre arcadas, que apenas lograba controlar, se dirigió gateando a la esquina más alejada, justo en medio de los dos cajeros automáticos, desde donde no veía tales horribles visiones. Allí, agazapado, cerró con fuerza los ojos tratando de no mirar hacia los ventanales. Entre sollozos, rezó, rezó y rezó, para despertar de esa pesadilla, pero lo único que consiguió fue caer en un estado de semiinconsciencia producido por el gran estrés al que había sido sometido.
Fue entonces cuando se desmayó.
Ahora, ocho horas después de la aparición de las criaturas, según su reloj, se despertó. Aturdido, tardó unos minutos en asimilar donde se encontraba y qué había ocurrido. Cuando lo hizo, el temor volvió a apoderarse de él. Un miedo que parecía injustificado, puesto que una gran tranquilidad reinaba en el exterior. Con suma lentitud, se arrastró por el limpio suelo, menos por el reseco vómito que había dejado un olor enrarecido en el lugar.
Cuando hubo llegado cerca del ventanal, la inquietud se acrecentó en su cansado cuerpo. Tenía miedo de volver a ver a uno de esos seres. Se dio cuenta de que la oscuridad era total en el exterior. No había ningún tipo de luz. Las farolas, las ventanas de los edificios y los letreros de los comercios estaban todos apagados. La oscuridad caminaba a sus anchas y pensó que habría fallado alguna central eléctrica. Miró a su alrededor dándose cuenta de que los monitores de ambos cajeros también estaban apagados, sin embargo, la pequeña luz de emergencia de la entidad permanecía encendida. En medio de tanta negrura, esa lucecita iluminaba como si del último faro de la tierra se tratase.