Hay momentos en la vida que nos llenan de incertidumbre, instantes en los que todo parece derrumbarse a nuestro alrededor. Esos momentos son especialmente duros cuando uno ha esperado con tantas ansias, creyendo que el final está cerca, que todo está listo. Pero entonces la vida se encarga de recordarnos lo frágiles que pueden ser nuestras ilusiones y lo incontrolable de algunas circunstancias.
En mi caso, la última conversación con la abogada fue una de esas experiencias. Preguntar cómo iba el trámite, aun sabiendo que probablemente la respuesta no llegaría al instante, me llenó de ansiedad. La alegría llegó al escuchar que el documento había sido aceptado y que pronto estaría en mis manos. Esa noticia, aunque corta, me hizo recordar aquel sueño, con lo que tanto había anhelado. Pero, como un balde de agua fría, las palabras “tenemos todo listo, pero…” volvieron a aplastar mi esperanza.
Han pasado meses desde entonces. Meses en los que cada día se sentia una eternidad y cada llamada parece la repetición de un mismo guion. La copia del documento, siempre incompleta, siempre con algún detalle que falta o con algo que corregir. Siento cómo la frustración crece en mí, porque son casi cuatro años de espera, cuatro años de soñar con cerrar un capítulo de mi vida que ha estado abierto desde siempre.
Duele ilusionarse. Duele cuando sientes que por fin puedes alcanzar ese sueño con el que has vivido tanto tiempo y, de repente, todo se desmorona. No es solo un trámite, es un pedazo de mi historia, es parte de mi identidad. Cada vez que recibía un mensaje de los encargados, mi corazón daba un salto. Me permitía imaginar, aunque solo fuera por un segundo, que finalmente ese capítulo importante de mi vida se cerraría y que podría seguir adelante con una sensación de paz que tanto he buscado.
Desde muy pequeña, sabía que mi historia de adopción era especial. Era uno de esos cuentos que escuchaba en la cama antes de dormir, un relato que formaba parte de mí. Siempre me pregunté por qué, cómo y quiénes estaban detrás de las decisiones que marcaron mi vida. Y aunque conocía algunas respuestas, siempre había huecos en la narrativa, espacios vacíos que ansiaba llenar con verdades que solo un documento podía ofrecerme.
Entonces, el jueves 12 de septiembre, llegó un mensaje que cambió todo. “Ya nos entregaron tu carpeta… Nos gustaría recibirte para acompañarte en la lectura de esta y ayudarte a ordenar tus ideas, emociones y orientarte en este momento tan especial”. Esas palabras me llenaron de una felicidad tan intensa que sentí que mi corazón se aceleraba hasta hacerme llorar. Por fin estaba allí, tan cerca de la verdad. Pero también me inundó el miedo. El miedo de enfrentarme a lo que había detrás de esas páginas. ¿Estaría lista para saberlo todo? ¿Para enfrentarme a una historia que no solo es mía, sino también de quienes me trajeron al mundo?
Esa noche apenas pude dormir. Mi mente no dejaba de imaginar lo que podría encontrar en ese archivo. La incertidumbre me consumía. Pensaba en si tendría el valor para conocer a mi familia biológica, si sería capaz de escuchar su historia o si, por el contrario, optaría por guardar esos detalles para mí misma, sin llegar a ese encuentro cara a cara.
El día que finalmente elegimos fue el 27. Desde que fijamos la fecha, cada segundo parecía un suspiro y cada día, una cuenta regresiva. Desde el principio supe que quería que mis padres y mi hermano estuvieran conmigo. Sentía que no podría enfrentarme a ese momento tan crucial sin las personas que me han acompañado siempre, en cada paso de mi vida.
El día llegó y, aunque estaba llena de nervios y emociones, también había una sensación de alivio en el aire. Fue un día raro desde el inicio; parecía como si el universo se empeñara en ponerme obstáculos para probarme. Ninguna de las cuatro alarmas que había puesto sonó, perdí mis auriculares en el transporte, y ni siquiera tuve tiempo para desayunar. La ansiedad me carcomía, pero sabía que no podía dar marcha atrás.
Me reuní con mi madre después de asistir a una clase que apenas podía concentrarme en seguir. Terminé llorando junto a un compañero antes de que la segunda clase comenzara, y me fui antes de tiempo. La carga emocional era inmensa. Sabía que ese día cambiaría mi vida para siempre, y eso me asustaba tanto como me emocionaba.
Finalmente, llegamos a la fundación. El ambiente era acogedor, familiar. Nos recibieron con una calidez que, en esos momentos, necesitaba desesperadamente. Había galletas, agua, té y jugo; todo dispuesto con cuidado, como si intentaran suavizar el golpe que sabían que llegaría. Me senté junto a mi familia, sintiéndome al mismo tiempo arropada y vulnerable. Hablamos sobre diferentes temas, pero siempre girábamos en torno a la misma verdad: estaba a punto de descubrir mi historia.
Cuando me trajeron la carpeta, me ofrecieron la opción de leerla sola, sin mi familia, pero había llegado hasta allí con ellos y quería compartir ese momento. Mientras la asistente social y la psicóloga empezaban a contarme la historia, noté que incluso ellas se sorprendían con algunos detalles. Supe que mi madre biológica había tenido una vida difícil, llena de decisiones complicadas. Pero lo que más me conmovió fue saber que, a pesar de todo, ella había hecho todo lo posible para que yo tuviera una oportunidad mejor.
El archivo no solo contenía mi historia; contenía también el sacrificio de una mujer que decidió tenerme, a pesar de las circunstancias. Una mujer que había mejorado su vida, que había luchado por salir adelante, y que, al final, había tomado la decisión más difícil de todas: dejarme en manos de una familia que pudiera darme lo que ella no podía.
Ahora sé que una parte de mi pasado está cerrada, que he encontrado la paz en medio de tanta incertidumbre. No sé si algún día estaré lista para conocer a mis hermanos biológicos, pero hoy, al menos, sé que puedo seguir adelante con el corazón un poco más ligero.