Junio, 1925.
Yace un hombre en el suelo de la habitación, al pie de la cama. Viste una camisa de pijama y unos pantalones de tela color gris. Luce visiblemente enfermo, sudando y jadeando. Trata de levantarse, pero está muy débil. En cada intento, sus brazos no logran sostener su cuerpo sobre el suelo. Posee un aspecto muy delgado, demacrado; su piel es pálida y sus párpados están hundidos. Intenta llamar a la empleada, pero ella no logra escuchar los gritos tras la puerta de la habitación. El calor invade al hombre, quien ahora intenta quitarse la camisa, cuya tela produce ardor en la piel al rozarla. En su espalda desnuda resaltan cicatrices y lesiones sobre toda la piel, casi cubriendo todo el tejido. Una especie de costra se forma entre las lesiones, con un tono rojo oscuro, la cual se expande desde la parte baja de la espalda hasta el pecho. Sus ojos se tornan rojos, bordeando el iris. Pronto, empieza a asfixiarse entre la tos y el llamado de ayuda, pero su voz no es lo suficientemente fuerte como para ser advertida fuera de la habitación. Tras reposar en la misma posición sobre el suelo, intenta arrastrarse una vez más en dirección a la puerta. El esfuerzo de su intento se refleja en gemidos; cada centímetro que avanza es una misión casi imposible para su débil cuerpo. El roce de las heridas con su propia piel y el recubrimiento de alfombra de la habitación hace que el dolor producido por el ardor sea apenas soportable. Fuera del cuarto, la empleada empieza a advertir los gemidos del hombre. Decide caminar hacia la puerta del cuarto, confundida por lo que oye. Toca la puerta despacio, sin ánimo de perturbar al hombre, pero solo escucha quejidos en respuesta. Procede a tocar una vez más, intentando estar segura de que no es el ruido externo el que la engaña sobre aquello que proviene de la habitación, pero sigue sin recibir respuesta; solo jadeos. Después de un breve silencio, la empleada pregunta:
No hay respuesta.
Dentro de la habitación, el hombre se detiene. Ha avanzado apenas unos centímetros desde el pie de la cama hacia la puerta, pero pronto empieza a tener arcadas. Cada una más fuerte que la anterior. Tras unos instantes, el hombre, que intentaba recomponerse, decidido a llegar a la puerta, no puede sostenerse más y vuelve a caer. Esta vez, cae con fuerza al piso, produciendo un golpe seco que es advertido del otro lado de la puerta. En inmediata reacción, la señora fuerza la cerradura y tras una breve lucha con la manija, logra entrar a la habitación. Ahí, yace él en el piso; Walter Ferris, un hombre de aproximadamente 40 años, estatura media, pero ya con un aspecto demacrado, víctima de su inexplicable condición. Él se encuentra temblando en el piso, con la mayor parte del torso descubierto y convulsionando. A la vista de la horrenda escena, la empleada, Miriam Davids, una afroamericana de 50 años, de contextura gruesa y cuya familia -desde sus abuelos- siempre sirvió a la familia Ferris, pegó un fuerte grito.
Aún espantada, optó por acercarse al cuerpo. Se inclinó y empezó a observar de cerca el cuerpo tembloroso del Sr. Ferris. Ella sabía que debía evitar que su cabeza pudiera golpear algo. Los escasos conocimientos en primeros auxilios que tenía los había adquirido por la experiencia de tener un hermano epiléptico. Rápidamente, se quitó el delantal y lo envolvió en forma de almohadilla, para colocarlo bajo la cabeza del hombre.
Sin embargo, cuando estuvo a punto de hacerlo, el cuerpo del Sr. Ferris paró de temblar. No había signos de respiración ni nada, lucía como un cadáver: exento de vida. Los ojos estaban cerrados y las manos se habían congelado en posición de puño, evidenciando la lucha interna que había librado el Sr. Ferris con los espasmos que sufrió. La mujer acercó su mano, dubitativamente, al hombro de Walter Ferris. El cuerpo seguía inmóvil sobre el suelo. Tras unos segundos que parecieron una eternidad, la mano de Miriam tocó la piel descubierta del Sr. Ferris, pero al momento del contacto, el cuerpo del hombre recobró movimiento inmediatamente. Con una de sus manos, sujetó de forma violenta y repentina el brazo derecho de la empleada y abrió los ojos de un solo golpe; estos ahora lucían un vívido color rojo que rodeaba la pupila. La mujer reaccionó asustada y pronto intentó librarse de la mano del Sr. Ferris.
Pero, esta vez, Walter Ferris la sujetó -con una fuerza descomunal- usando su otra mano. Poco a poco empezó a jalarla hacia él, acercando el rostro de la aterrada señora hacia el propio y mientras lo hacía, de su boca salían pequeñas criaturas que lucían como arañas, las cuales empezaron a trepar rápidamente por los brazos de Miriam Davids. La mujer siguió llamando por ayuda, desgarrando su voz, pero nadie advertía sus gritos. Con el paso de los segundos, más y más criaturas continuaban saliendo de la boca del señor Ferris, recorriendo los brazos de la señora hasta escabullirse en masa por dentro de las mangas, para así alcanzar el cuello y poder trepar hacia el rostro. Tras unos instantes, los gritos desesperados de Miriam se extinguieron y el lugar quedó sumido en un sepulcral silencio.
Junio 1985.
Podía sentir que me observaba con pena desde la entrada de mi habitación. Quizás ella tenía más tino que mi hermana o que mi padre para intentar hablar conmigo luego de lo acontecido hace apenas unas semanas.