Verdades a Medias

La Primera Noche.

Cómo lo indicaba mi reloj, ya era hora de irme. Tenía mis maletas hechas, el auto fragante a pino y unos cuantos recipientes rebosantes de sopa instantánea. El sol ya no estaba apostado en una nube, solo había un abanico gris que suavemente me decía adiós.

Tomé asiento en el vestíbulo de mi casa. De mi antigua casa. Juraría que aún me atraía el vapor proveniente de la cocina. Que los utensilios ruidosos seguían chocando el uno con el otro. Que la lluvia no se había llevado mis restos por el drenaje.

Ahí, en el suelo alfombrado, noté que estaba rancio, podrido, finito. Ya nada podía permitirme el perdón, la redención o, al menos, la sensación cálida de mi aliento sobre mi mano. La gélida sensación penetró mi piel y se enroscó en mis huesos hasta triturarme.

Hundirse había perdido significado. ¿Acaso caer era lo mismo?

Sostuve mi peso en ambas manos, me impulsé y necesité del apoyo inestable de la pared para evitar tropezar del todo. La moqueta áspera aruñó mi mejilla, el escozor no tardó en dominar mi mirada y elevar la desgracia al estimular mi piel expuesta. Aparté la vista cristalina para apreciar la soledad de la ávida habitación. Disfrutar el vestigio de novedad y sencillez antes de marcharme.

Recorrí el camino que transité cuando abrí la puerta principal aquel sereno diciembre. Corretee por los pasillos solo para tener claro que serían capaces de emanar alegría una vez más; la horrible desgracia de un miserable estaba ligada a su hogar. Estuve al acecho de un objeto viejo y mañoso, pudiendo así encontrar las manchas de mi primera resaca en la pared de la cocina. Cual grasa aferrándose a nuestro mejor utensilio.

Inhalé.

Ya no había cebolla flotando a mi alrededor, ni ajo revolviendo mi estómago.

Frente a mí se abrió paso una imagen inerte de lo que alguna vez llamé felicidad. Vislumbraba los tenues destellos rutilantes que presagiaban la extinción. Fui partícipe, por pura obligación, de la última decisión que pondría a mi persona como responsable.

Los cuchillos no eran opción. Ningún utensilio merecía el desprestigio de la sangre, así como ninguna pared el de romper su mayor virtud.

Exhalé.

Un recuerdo garabateó mis pensamientos y me empujó a la despensa.

En la despensa nadie podía oírnos, el oxígeno era valioso y tu voz sería lo único con el derecho de resquebrajar mi mente.

Mi primera noche nadie me escuchó. El arma se engatilló y, por aprecio a mi última súplica en vida, murmuré tu nombre.




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