Verdades a Medias

Amiga mia.

En medio del suelo árido no se respiraba nada distinto al infortunio, a las muertes diarias por la ausencia o escasez de vitalidad. El poderoso hidratante había cobrado venganza, a tal punto, que su sencilla presencia auguraba penuria constante. En pequeñas cantidades era inofensiva, pero eso no la hacía ser menos codiciada.

Las fuerzas se dividían en quienes arriesgaban su vida acumulándola, los que la respetaban y aceptaban su respectivo subsidio, y aquellos que, por falta de subsidio, habían dejado su pobre vida a merced de la más pura vitalidad.

Dentro de ese montón de plantas áridas, muy alejada de lo que podría llamarse ciudad, había una casa pequeña. La habitaban dos personas, o quizás una. Una mujer y un niño de nueve años obsesionado con las plantas.

Durante la peor temporada de sequía, el niño estaba decidido a mantener viva a su única planta, que fuese dependiente de la Suma Vitalidad no lo detendría de intentar que siguiera junto a él. Al final del día, era esa su más difícil tarea.

Owen, el niño, esperó en su cama hasta que dejó de sentir los rayos acabar con la tranquilidad. Cada noche que caía emergían de la arena demasiados peligros. Y cualquier serpiente, escorpión o roedor significaba un depredador para él. Como de costumbre, se paró en la puerta, se colgó la cantimplora al hombro y salió.

La brisa no estaba tan gélida, por lo que se permitió tener una andar tranquilo. Miró al cielo mientras caminaba, y la luna se alzaba brillante en la gelatina estrellada. Esa noche no había motivo para darse prisa, así que aferró la mano a la cuerda de la cantimplora, y recordó la vez que tomó su primer viaje solo.

Su madre le pisaba los talones. La veía escondida detrás de los cactus, como una sombra. Aunque la sombra era su hermana; ella aún luchaba para entender el fervor de Owen por mantener vivo algo que terminaría muerto. No tenía el carácter de una hermana considerada, pero era lo que tenía.

Los cactus desde esa vez eran los mismos. Habían crecido, y lucían igual de radiantes, incluso más. Owen pensó en sacar un poco de agua de ellos. Era menos complicado, y podría comer un poco.

Se encogió de hombros y continuó. No se le antojó tomar el camino fácil. Prefirió enfrentarse a un escorpión bravo que creyó que enfrentarse a él era una idea lógica. También de una pequeña serpiente que tragaba un ratón como si su vida dependiera de ello; puesto que así eran las cosas. La luna iluminó su camino hasta que se encontró con la encrucijada.

Eran dos caminos. En uno estaba el pozo de turno, el otro estaría vacío. Sintió que algo le pinchó el talón izquierdo, se apoyó de su pierna derecha y tomó ese camino. Sabía que lo empujaban hacia allá. El trayecto para saber si era el camino o no duraba quince minutos. Unos en donde había un escorpión por minuto. Con el frío colándosele por las ropas, se abrazó a sí mismo. La brisa se cernió sobre él, tratando de arropar sus esperanzas. No funcionaría.

Desde hacía dos días que su acompañante no gozaba de la hidratación, si nadie le concedía beber, pasaría a tener las horas contadas.

Pateó la arena y continuó. El talón le ardía, le hormigueaba y causaba picor al mismo tiempo. No le pareció buena señal, debía volver. Se dio la vuelta para hacerlo, y terminó cayendo de espalda. Giró para ver con qué había tropezado, y vio la perforación en medio de un área ligeramente húmeda.

El ardor escaló por sus tobillos, rasgó sus piernas y se escabulló en su espalda. Owen lo confundió con la sensación de triunfo que lo inundaba cada vez que había vida cerca. Abrió la cantimplora, elevó el balde, y notó que solo alcanzaba para llenar la mitad. Sus ojos brillaron más. Era más de lo que había obtenido nunca. Vertió el contenido cuidadosamente, llegando a lamer cada gota que se derraba por los bordes resecos del recipiente.

Pesaba. Cerró los ojos y bebió un sorbo, y la tapó antes de que la desesperación lo atacase.

Victorioso, sacudió la suciedad de la tela para emprender su viaje de regreso. Empezar a volver era para sentirse orgulloso. Su madre no pudo regresar aquel día. Así que la sensación de regresar se veía mezclada con la nostalgia de que ella no pudo acompañarlo en su independencia.

Por algo se llamaba así, ¿no?

Owen volvió a mirar la luna. Seguía en lo alto, una pequeña nube la rondaba, obligándolo a preguntarse si llovería. Se sacó esa idea de la cabeza, mientras más pretendieras llamar a la lluvia, menos probable era obtener respuesta. Los rituales habían perdido veracidad ya.

Anduvo con un poco de prisa. El presentimiento de que algo por ahí serpenteaba, lo hizo ignorar la molestia en su talón. Se fijó en las poquísimas flores que resaltaban en la penumbra, así como en las plantas marrones que luchaban por no ser atacadas por alguna especie. Compartían similitudes.

Entonces el vacío que le perturbó el pecho lo alertó. No podía seguir dándole largas a su regreso, lo último que quería era pretender apelar a los necios sentimientos de su hermana. El susurro de la brisa, la temperatura descendente; jodieron sus sentidos, por lo que tuvo que correr hasta a su hogar. Se estrelló contra la pared y se deslizó hasta que supo que estaba a salvo.

Su hermana no salió, así que abrió la cantimplora y se petrificó.

El peso se había desvanecido.

No entendía cómo. Estaba seco, había cerrado bien, no había indicio alguno de que hubiese cometido un error. Se le aceleró el corazón, y su garganta comenzó a cerrarse. Detuvo el instinto de tomarse el cuello. Solo la vitalidad podría salvarlo. Solo el agua podría salvar su planta.

La mujer dentro de la casa no dudaría en tomarse el agua y revertir los efectos de la exposición nocturna; la otra mujer que vivió antes ahí, sí hubiese dudado.

Owen no se permitió titubear. Su planta era una de las últimas en la ciudad que necesitaba beber y que, muy importante, seguía viva. Era una planta pequeña, ese día tenía diecisiete hojas y su tallo estaba fuerte.




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