Mia
Ha pasado un año. Un año desde el accidente. Un año desde que vi a Luke por última vez, inmovil, frágil, roto por dentro y por fuera. Un año desde que Oliver me miro a los ojos y se arrodillo ante mí y cambió mi historia para siempre. Y aquí estoy. Con un vestido blanco, sencillo pero precioso. En Seattle. Rodeada de los míos. A punto de casarme con el hombre que elegio quedarse. Y con una pequeña que balbucea mi nombre desde el regazo de mi madre, como si fuera la melodía más importante del mundo. Luna. Mi hija, mi luz.
El año no ha sido fácil. Ser madre me ha cambiado en formas que ni sabía que existían. Al principio fue agotador. Entre pañales, tomas, insomnios y el miedo constante de no saber si lo estaba haciendo bien. Hubo momentos en los que creí que me derrumbaría. Pero entonces, ella me miraba. Con esos ojos inmensos, llenos de curiosidad. Y el mundo se reordenaba. Oliver ha estado ahí en cada paso. Aprendiendo conmigo. Equivocándose conmigo. Levantándome en las noches en las que Luna lloraba sin motivo y yo solo quería desaparecer. No es perfecto. Ni yo tampoco. Pero juntos, lo hemos sido. La boda es en un pequeño jardín frente al lago Union. No queríamos algo grande, solo algo nuestro. Pero al final, lo nuestro ha resultado ser bastante amplio. Ahí está mi madre, con un vestido burdeos que le sienta increíble. A su lado, Walter, su pareja desde hace ya más de un año. Se conocieron cuando yo estaba embarazada. Un hombre tranquilo, con una voz serena y una paciencia infinita. Ella ríe diferente con él. Más libre. Más joven.
Y mi padre… Lo veo venir a lo lejos. Llega solo. Más encorvado. Más callado que nunca. Pero está. Y eso significa más de lo que quiero admitir.
—Estás preciosa —me dice Elizabeth mientras me coloca el velo.
—Estoy temblando —respondo, sonriendo con los dientes apretados.
—Claro que sí. Es tu boda. Si no temblaras, estaríamos preocupados.
Luna está con James, que hace de niñero estrella mientras todos nos preparamos. Le ha comprado un vestidito blanco con flores rosas bordadas a mano. Le queda grande, pero a ella todo le queda bien. Camina tambaleante con su chupete colgando de la camisa y sus ojos lo escanean todo con atención de detective.
—Mamá —me llama desde lejos.
Se me saltan las lágrimas sin poder evitarlo.
La ceremonia comienza al atardecer. Las luces colgantes bailan con el viento, y el sonido del agua acaricia la escena como música de fondo. Oliver espera en el altar con un traje gris claro, sin corbata, con los zapatos llenos de nervios.
Mi padre me ofrece su brazo. Dudo. Pero lo acepto.
—¿Lista? —me dice sin mirarme directamente.
—Siempre lo estuve —respondo.
Camino al altar. Cada paso es una declaración: de amor, de paz, de renuncia y de elección. Cuando llego a su lado, Oliver me toma las manos.
—Hoy no quiero prometerte una vida perfecta —dice en sus votos—. Solo quiero prometerte una vida contigo. Donde los días malos los enfrentemos juntos. Y los días buenos los vivamos riendo. Y que cada vez que Luna diga "mamá", tú sepas que fuiste la mejor decisión que tomé. Yo no puedo leer mis votos. Lloro demasiado. Así que improviso. Como siempre.
—Pensé que el amor era algo que venía con fuegos artificiales. Que dolía. Que se ganaba. Pero tú me enseñaste que el amor también es hogar. Es descanso. Es elegir todos los días. Gracias por elegirme.
Nos besamos entre aplausos y pañuelos. Luna lanza su osito al suelo y se pone a aplaudir también. James grita “¡Viva los novios!” como si estuviera en una verbena, y mi madre lo regaña entre risas.
El banquete es sencillo. Pizzas, vino, tartas caseras. Bailamos. Reímos. Brindamos. Oliver me saca a bailar con Luna entre los brazos. Yo los abrazo a los dos. Y por primera vez en mucho tiempo, siento que todo está en su sitio.
Al final del día, cuando cae la noche y todos se han ido, me siento a solas en un rincón del jardín. Miro el lago.
Y en este momento recibo una llamada. Es del hospital. Las palabras me dejan helada.