Mia
Pasaron los años. Y con ellos, todo lo demás. Los fantasmas. Los silencios, las preguntas. Las cicatrices. Y en su lugar, llegó algo que nunca pensé que tendría la felicidad tranquila. La que no grita, la que no presume. La que simplemente… es.
Compramos una casa a las afueras de Seattle. Con jardín y una hamaca colgante en la entrada. No era grande ni moderna. Pero era nuestra. Y en ella cabían todos los sueños que ya no me atreviamos a decir en voz alta.
Oliver seguía siendo Oliver. Desordenado, paciente, divertido, tierno. Con él aprendí que el amor no era una batalla ni una promesa rota. Era quedarse, a pesar de todo y por todo.
Luna creció más rápido de lo que pude digerir. Dejó el chupete, aprendió a decir “mama” sin confundirlo con “agua” y un día, sin avisar, empezó a preguntarme cosas difíciles.
—¿Y mi papá?
La primera vez que lo dijo tenía cuatro años. Estábamos regando flores. Yo dejé la regadera en el suelo, me agaché y la miré a los ojos.
—Tu papá es Oliver —le dije—. Es el que estuvo aquí desde siempre. El que te acuesta, te canta, y te abraza cuando sueñas feo. Ella sonrió, como si esa respuesta le bastará. Y a mi me bastó verla feliz. Nunca necesitó más.
Cuando Luna tenía seis años, llegó Hugo. Fue un embarazo tranquilo. Sin dudas, sin miedos. Solo ilusión. Oliver lloró al saberlo. Yo también.
Nació en primavera, con el cielo despejado y los cerezos en flor. Luna le hizo dibujos y decía que iba a enseñarle a leer antes que nadie. Él la miraba con esos ojos enormes que se parecían tanto a los de su padre. Y así, de pronto, éramos cuatro. Una familia.
Los años siguieron cayendo como hojas. Rápido, silencioso. Fueron años de coladas eternas, desayunos con dibujos animados de fondo.
Viajes improvisados al campo. Fiestas de cumpleaños con globos mal inflados. Ricas grabadas en videos torpes. Noches en las que dormíamos todos en la misma cama, empapados de cansancio y amor.
Luna creció. Se volvió una niña brillante, con carácter, con opinión. Hugo resultó ser tranquilo, curioso, dulce. Y entre los dos, convirtieron la casa en un hogar.
Nunca volví a pensar demasiado en Luke. Algunas veces, cuando pasaba por ciertas calles o escuchaba alguna canción antigua, se me venía su rostro. Pero era como una fotografía vieja. Un recuerdo que ya dolía. Solo estaba ahí. nunca le conté demasiado a Luna sobre él. Solo lo justo, no por rencor, sino porque el amor no necesita herencias de dolor.
Con el tiempo, Oliver y yo abrimos una pequeña librería cafetería en el centro. Él llevaba los números y yo los libros. luna ayudaba a ordenar estanterías y Hugo organizaba caos por donde pasaba. A veces venían parejas jóvenes y me preguntaban si todo esto era fácil. Yo siempre respondía lo mismo:
—No, pero vale cada segundos.
Una noche, muchos años después, nos sentamos en el porche a las cuatro. Era verano. Luna tenía catorce. Hugo ocho. Oliver me tomó la mano y yo sin razón aparente sentí que todo tenía sentido.
Me recosté en su hombro y miré las luces de la ciudad a los lejos. Pensé a la chica que fui. En la que huyó, en la que dudó. La que cayó y sonreí.
Porque ahora soy otra. Una mujer que encontró la paz. Que eligió. Que amó. Que construyó algo nuevo desde las ruinas. Porque a veces, las verdades duelen, y las mentiras nos rompen. Pero cuando amas de verdad, cuando eliges sin miedo, cuando aprendes a perdonar incluso lo imperdonable… la vida te regala una segunda oportunidad. Y esta vez, yo no la dejé escapar.