Sentado en la orilla, donde la arena abraza los pies,
él contempla el horizonte que se funde en el mar,
y la memoria se despliega como olas que vienen y van,
trayendo de vuelta aquellos días de sol,
cuando su risa se mezclaba con el canto de las gaviotas,
y sus manos, entrelazadas, eran firmes como la marea.
Pero ahora, el mar está en calma, y la playa vacía.
Solo el susurro del viento, suave y constante,
acaricia su rostro, recordándole
que ella, la que antes estaba a su lado,
ahora es solo un eco en la brisa.
La sal del mar, como lágrimas no derramadas,
le recuerda el sabor de sus besos,
y el sol, que ya se oculta tras las olas,
tiñe de oro sus recuerdos, dejándolos en la penumbra.
La brisa, que antes traía risas,
ahora trae una melancolía dulce y amarga,
como el último adiós que nunca se dijo.
El mar, testigo silencioso de sus alegrías,
ahora guarda en su vaivén un secreto,
la ausencia de ella, que llena el aire
con el peso de lo que fue y ya no es.
Y él, en esa playa solitaria,
se deja llevar por la nostalgia,
sabiendo que cada ola que rompe en la orilla
lleva consigo un fragmento de su historia,
y que en el susurro del viento
vive la sombra de un amor que ya partió.