Bajo la luna llena, donde el río serpentea,
dos almas se encuentran, unidas por el deseo.
Sus cuerpos, como las aguas, fluyen en un ritmo
marcado por la naturaleza, por el pulso de la tierra.
La noche es cómplice de sus caricias,
y las estrellas, testigos mudos,
se reflejan en el río, brillando en sus miradas.
En la calidez de ese encuentro,
las montañas se alzan majestuosas,
como guardianas de un amor que arde con fuerza.
El fuego de la pasión consume el aire,
y el viento, que antes susurraba en los árboles,
ahora se enciende con la chispa de sus besos.
Pero no es solo la pasión entre ellos lo que arde,
sino también la pasión por la vida,
por los sueños que corren como ríos indomables.
En sus mentes, el deseo de crear, de alcanzar,
de transformar el mundo con sus manos,
late con la misma intensidad
que sus corazones en este abrazo fugaz.
El río corre, llevando consigo la fuerza
de aquellos que buscan más allá de sí mismos,
que encuentran en el otro una chispa,
una llama que enciende no solo el cuerpo,
sino también el alma.
Y mientras la luna se alza en el cielo,
ellos saben que en cada corriente,
en cada meandro del río de la vida,
hay una pasión esperando ser descubierta,
una fuerza que mueve montañas
y que solo la naturaleza puede comprender.