En lo profundo del bosque, donde los árboles se alzan
como centinelas en la penumbra,
un alma vaga en busca de respuestas,
escuchando el susurro de las hojas,
el crujido de las ramas que guardan antiguos secretos.
El silencio es espeso, una manta invisible
que envuelve cada pensamiento,
cada latido que se siente más fuerte en esta soledad.
Aquí, en el corazón de la naturaleza,
la soledad no es enemiga, sino amiga cercana,
una compañera que ofrece espacio
para escuchar la voz interior,
aquella que suele perderse en el ruido del mundo.
El musgo bajo los pies, suave como el recuerdo,
y las sombras que bailan con la luz filtrada,
son testigos de una introspección
que solo el silencio puede traer.
El caminante, entre los troncos antiguos,
encuentra en cada rincón una parte de sí mismo,
como si el bosque fuera un espejo,
reflejando no solo la calma,
sino también las tormentas que dentro agitan.
Cada paso cruje con una verdad no dicha,
y en la quietud, las preguntas se disipan,
dejando en su lugar una paz que no se conoce
hasta que uno se pierde en el silencio del bosque.
En este refugio de sombras y luces,
donde el tiempo parece detenerse,
la soledad es un regalo, un momento
para reencontrarse,
para ser uno con los árboles,
con la tierra, y con el vasto cielo que se oculta
tras las hojas que susurran en el viento.
El bosque, en su silencio, habla más fuerte
que mil voces juntas,
y el alma, al escucharlo, se encuentra a sí misma.